JULIÁN MARÍAS AGUILERA OPINA SOBRE JULIÁN BESTEIRO.




 Julián Marías.  Una vida presente, memorias. Ed. Páginas de Espuma

LA INSURRECCIÓN DE ASTURIAS

En los primeros días de octubre de 1934, el partido socialista decretó una huelga general revolucionaria, con la oposición de algunos de sus miembros principales, el más notable de los cuales era Besteiro, el cual me dijo que los primeros tiros en Madrid habían sido disparados contra su casa. En Madrid y en otras ciudades la huelga fracasó, no así en Asturias, donde se convirtió en un violentísimas insurrección, que no costó miles de muertos ( página 117)

A mediados de 1935 empezó a publicarse Claridad, órgano de la facción “revolucionaria” del socialismo que atacaba violentamente innumerables cosas, pero sobretodo a los socialistas más prestigiosos y. Sin la lectura de ese periódico no se puede entender lo que ocurrió en España en aquel momento y después. Y son muy pocos los que lo leyeron entonces o se han molestado en buscarlo en las hemerotecas moderados.( página 119)

FASCISMO Y FRENTE POPULAR

La corrupción de la lengua es uno de los factores más eficaces de la corrupción social. Los nombres de las cosas destiñen sobre ellas, y al cabo de cierto tiempo influyen más que en su realidad; mejor dicho, modifican su realidad. Por las fechas que estoy evocando se empezó a llamar “fascismo” a cualquier cosa. Es cierto que las JONS Y Falange, con vacilaciones y titubeos, habían usado esta apelación, que por otra parte, se había aplicado fuera de Alemania al nacionalsocialismo y después a movimientos afines en varios países europeos. En España a los grupos que seguían a Gil Robles, que no era fascista sino demócrata, aunque entonces ciertamente, poco liberal- en lo cual se parecía a otros muchos grupos y partidos-. Pronto. El calificativo “fascista” se  fue extendiendo y se aplicó a los moderados de cualquier tipo, a los republicanos, siempre que no profesasen opiniones extremas; poco después vino a ser  el equitativo a “ no marxista” […]

Desde el otro lado, se generalizó el nombre de “rojo”, que igualmente se fue extendido hasta cubrir todo lo que no era “fascista” o extremadamente conservador-aunque ambos grupos diferían bastante. No se pida claridad ni rigor a estos términos, porque carecían de ella, al contrario, eran deliberadamente confundentes.

 ( página 120)




  Helio  Carpintero : Una voz de la tercera España. Julián Marias. 1939 Ed. Biblioteca Nueva. 2007



En este libro se recogen unos artículos totalmente olvidados de Julián Marías, que escribió en Madrid en marzo de 1939, con los que contribuyó a apoyar la actuación del Consejo Nacional de Defensa, que buscó la terminación de la Guerra Civil y la pacificación del país. Estos artículos presentan con claridad una voz de la Tercera España, la que estaba a favor de la paz y contra la guerra. Publicados en momentos de enorme peligro, defendían la necesidad de superar los odios y poner fin a la destrucción, buscando la cooperación de todos en la reconstrucción del país, en un gesto promovido por el gobierno republicano. Su lectura arroja luz sobre los últimos días de aquella guerra.

 Julián Marías, Julián Besteiro y la Tercera España

Mar Rey Bueno. 4 minutos de lectura

https://cualia.es/julian-marias-julian-besteiro-y-la-tercera-espana/

En el capítulo decimoquinto de sus Memorias, titulado “Grandes anales de tres semanas”, el filósofo Julián Marías escribe un relato detallado de su propia experiencia en las semanas inmediatamente posteriores a la entrada de las tropas franquistas en el Madrid de 1939.

Marías vivió toda la contienda en el Madrid del No Pasarán. Los últimos meses, al lado de Julián Besteiro, esa figura tan denostada durante tanto tiempo, por considerarle los suyos propios (fueran ellos quienes quiera que fueran, que a saber) como el traidor que conspiró contra la República y vendió la capital a Franco… como si la capital no hubiera sido abandonada por las principales figuras republicanas desde los orígenes mismos de la guerra…

“Ya he hablado de la estimación sin límites que me inspiraba Besteiro, la única figura pública que mereciera a mis ojos, durante la guerra, un respeto integral”, escribe aquel Marías maduro, volviendo a ponerse en la piel del joven soldado de veinticuatro años que fue, perdido en el desorden administrativo de una República en desbandada. Un joven que creía en escenarios utópicos, en una rápida reconciliación, en una asunción de errores, en fin, en algo que no fue:

“Para que se pudiera hacer la paz en España (…) lo primero que hacía falta era la expresión y difusión de la verdad. Era menester barrer la espesa nube de mentiras que envolvía a todos los españoles de ambas zonas desde el comienzo de la guerra, de manera que se instalaran en la realidad. Era menester que los republicanos comprendieran y aceptaran la derrota, y reconocieran en qué medida habían contribuido a ella con sus errores y sus crímenes; y que los adversarios vieran también la parte que tenían en los mismos males, aunque la suerte, acaso inmerecida, los hubiera acompañado”.

Besteiro encarga al joven Marías que escriba lo que le parezca oportuno. Y Marías así lo hace. Escritos que se enviaban a los periódicos y a las emisoras. Besteiro dio órdenes de que esos escritos fueran tomados como suyos propios, se imprimieran y transmitieran día tras día. Podría pensarse que fue demasiado temerario por parte del socialista Besteiro, único representante del llamado Consejo Nacional de Defensa que no abandonó la capital, encomendar semejante tarea a un joven de veinticuatro años. Y quizás sí que lo fue. Pero Marías ya había dado pruebas más que demostradas de su valía, siendo uno de los alumnos aventajados de la Facultad de Filosofía madrileña. Seis años atrás había sido uno de los 200 integrantes del conocido como Crucero Universitario por el Mediterráneo, una propuesta de la Segunda República que llevó a los alumnos llamados a convertirse en el futuro intelectual del país por varias ciudades mediterráneas y del Oriente Próximo. Marías ganó, ex aequo con su compañero y amigo Carlos Alonso del Real, el premio al mejor diario de viaje, que sería publicado conjuntamente bajo el título de “Juventud en el mundo antiguo (Crucero Universitario por el Mediterráneo)”.

Pues bien, aquel joven soldado republicano comienza a escribir todo lo que considera oportuno: el balance real de la guerra, las conexiones internacionales, la necesidad de despojarse del espíritu de odio, y aún de beligerancia, el papel que los republicanos, aún vencidos, podrían y deberían representar en la paz… así, hasta que cae Madrid. Cuando la entrada de las tropas franquistas se preveía inminente, Julián decidió ir a visitar a su mentor Besteiro, que se encontraba solo en los sótanos del Ministerio de Exteriores. Poco podían decirse ya.

Llega, entonces, la temida denuncia:

“De haber creído en las promesas de los vencedores, no hubiera tenido motivo de preocupación por mí mismo; pero distaba bastante de esa fe; y el comportamiento de los últimos días de la guerra había contribuido a minarla todavía más. Pero tenía además motivos concretos para esperar un porvenir desagradable y peligroso. Desde hacía algunos meses me habían llegado noticias indirectas, procedentes de la zona ‘nacional’, de que un amigo y compañero de instituto y universidad, de cuyo nombre no quiero acordarme, estaba dedicado a una campaña de denuncia contra mí. Era tan incomprensible como peligroso. Por diversos caminos me fui dando cuenta del alcance de la empresa. Había movilizado a un profesor de reconocido fanatismo para que firmase una denuncia que tendría más valor que la suya; buscó ‘testigos de cargo’ para sustentarla (…). Todo esto aseguraba que sería objeto de persecución, con imprevisibles consecuencias. A pesar de ello, no pensé ni por un momento en emigrar”.

Los temores se hicieron realidad: “Llegó el 15 de mayo, día de San Isidro. A primera hora de la tarde, dos policías llamaron a mi casa, preguntaron por mí, me explicaron que había una denuncia y me llevaron consigo a un gran edificio de la calle de la Florida, que luego se llamó Mejía Lequerica”

Allí fue interrogado y permaneció semanas sin saber nada, hasta que fue trasladado a una nueva prisión, en espera del juicio oportuno. Durante ese tiempo, su entonces novia, posterior esposa y madre de sus hijos, Dolores Franco, se encontró con uno de los ‘testigos de cargo’, compañero de facultad, a quien la pareja había visitado asiduamente durante la guerra, llevándole libros y otras cosas de necesidad. Testigo que fue muy explícito con Lolita: “Si Marías no vuelve a acordarse de que tiene una carrera, podrá vivir; en otro caso, lo hundiremos”.

¿Por qué se salvó Julián Marías? Pues lo hizo por el testimonio favorable de un falangista de pro, Salvador Lissarrague, discípulo de Ortega, hijo de un militar fusilado en Paracuellos:

“Mis denunciantes lo encontraron y le preguntaron: ‘¿conoces la actuación de Marías durante la guerra?’ Dijo que sí y lo citaron como testigo. Tenía, por su relación con Falange y la muerte de su padre, prestigio político; el juez lo recibió y lo escuchó. Hizo los más fervientes elogios de mí. El capitán jurídico se iba poniendo nervioso; al fin no pudo más y le preguntó: ‘¿Usted sabe que ha sido citado como testigo de cargo?’ Lissarrague contestó: ‘Yo creía que había sido citado para decir la verdad’. El juez quedó sorprendido, y empezó a preguntarle, si era cierto lo que decía, a qué respondían las encarnizadas denuncias. Lissarrague contestó concisamente: ‘Envidia’. No estoy seguro de que la explicación fuese tan sencilla; pero su intervención cambió las cosas.”

Marías fue despojado de su título de doctor universitario, la primera (y creo que única) vez que tal cosa ha sucedido en la universidad española. Nunca pudo ejercer como académico universitario, aunque se buscó la vida, ejerciendo durante años en universidades inglesas y norteamericanas y ocupando, finalmente, el lugar que le correspondía en la historia de la filosofía española.

Nunca dijo quienes habían sido sus delatores, aunque fue su hijo Javier el encargado de hacerlo: Carlos Alonso del Real, quien había sido íntimo amigo de Julián en el instituto y la facultad, aquel con el que compartió premio por el mejor diario de un viaje en el que también participó el segundo de los delatores, Julio Martínez Santaolalla, jefe de Excavaciones Arqueológicas del régimen, formado en la Alemania hitleriana de los años treinta, el encargado de acompañar a Heinrich Himmler durante su viaje a España, en octubre de 1940.

Cuando leí la historia de Marías empecé a buscar información sobre Besteiro. Una de las primeras cosas que me encontré fue una frase de Ian Gibson, donde tachaba al socialista de “ingenuo” por creer que los franquistas iban a ser benévolos con él. Me molestó esa consideración porque, en mi corto conocimiento de la situación, creo que la actitud de Besteiro, permaneciendo en Madrid a sabiendas del riesgo que corría, no puede ser tachada de ingenua, más bien habría que elogiarla.

Es cierto que de nada sirven los mártires, pero tampoco considero ética la actitud de aquellos dirigentes e intelectuales republicanos que pudieron exiliarse frente a los cientos de miles, millones, de gentes anónimas a las que no quedó más remedio que sufrir los cuarenta años de franquismo. Es mi opinión personal, como nieta de dos de ellos.

Buscando, me encontré con un artículo escrito por el historiador Juan Marichal en El País de 1990. Marichal, nacido en el seno de una familia republicana canaria, se exilió en 1938 en México, formándose en la UNAM y doctorándose en Princeton, llegando a ser profesor de estudios hispánicos en Harvard (1948-1988).

Dice Marichal: “La Historia, pese a lo que se ha dicho desde el comienzo de la civilización, no se repite nunca. O, más precisamente, ‘la Historia es la ciencia de lo que solo ocurre una vez’, como lo formuló Charles Seignobos. Esta afirmación se aplica, patentemente, a las historias individuales, a las biografías personales: cada ser humano es absolutamente único, irrepetible antes y después de su existencia.”

Es, en ese punto, donde incorpora a Besteiro, “una de las individualidades, políticas e intelectuales, española del siglo XX más difícilmente encasillables”. Figura señera, siempre del lado del obrero, al iniciarse la contienda Besteiro se sitúa en el exiguo terreno de la llamada Tercera España (término que tanto enfurece a muchos).

“Años más tarde ‒escribe‒, ya en el exilio, o en la sombría España de la inmediata posguerra, fueron muchos los españoles que soñaron retrospectivamente con una Segunda República presidida por la ecuanimidad de Besteiro: la España posible de Besteiro (…). Un anarquista español (cuyo rostro quijotesco no puedo olvidar: ¿vivirá todavía?) me dijo: ‘Todos los intelectuales de la Segunda República fueron unos despreciables traidores, menos uno, Besteiro’. Añadiendo, para mayor asombro mío: ‘Los demás huyeron, mientras él se quedó a sufrir la tiranía, junto a su pueblo’”.

¿Y qué ha ocurrido hoy? ¿Por qué hoy he escrito esta larguísima entrada? Pues porque hoy he decidido hacer un recorrido por muchos de esos lugares madrileños sobre los que llevo trabajando meses. Uno de ellos, muy querido para mí. El lugar donde pasé doce años de mi vida, desde los cinco hasta los diecisiete años. Mi colegio de monjas terciarias franciscanas. El lugar donde Julián Marías pasó esas semanas de incertidumbre, sin saber si sería fusilado o encerrado en una prisión durante treinta años. Todo, por una simple cuestión: Envidia.

“A los pocos días volvieron a llamarme. Me llevaron a un coche celular; sin ninguna explicación, me llevaron a otro lugar. Resultó que era Santa Engracia, 134. Había sido un colegio de niñas, regido por monjas, y convertido, como tantos, en prisión. Hoy es el número 140, según he visto al pasar alguna vez por delante”.


Julián Marías:  Un intelectual ante la guerra civil española.

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Rafael Narbona, 3 de febrero de 2020

Nadie puede acusar a Julián Marías de connivencia con el franquismo. Pudo haber hecho carrera en la dictadura franquista, pero no quiso sacrificar sus convicciones liberales. Murió en 2005, mezquinamente olvidado por una sociedad que no tuvo la altura de miras necesaria para reconocer su fructífera labor intelectual.

Nadie puede acusar a Julián Marías de connivencia con el franquismo. Reclutado por el ejército republicano, su miopía le salvó del frente, pero colaboró con el esfuerzo de guerra, trabajando en el servicio de traducción y publicando artículos en Hora de España. Partidario del Consejo Nacional de Defensa presidido por su maestro Julián Besteiro, que asumió el gobierno provisional de la República tras el golpe militar del coronel Casado, escribió varios editoriales para el ABC republicano, apoyando su iniciativa de buscar una paz negociada con los sublevados que evitara o atenuara las represalias. Después de la guerra, fue denunciado y pasó varios meses en la cárcel. Liberado gracias a la intervención de varias personalidades, como Camilo José Cela, el sacerdote Manuel Mindán Manero, el filósofo del Derecho Salvador Lissarrague Novoa y la familia Ortega, no se le permitió presentar el doctorado hasta 1951.

Se le ofreció impartir clases en la universidad, con la condición de que jurase lealtad a los Principios Fundamentales del Movimiento, pero se negó, asumiendo que nunca podría materializar su vocación pedagógica en el aula. Lejos de desanimarse, desarrolló una fecunda labor de conferenciante, traductor y escritor. Julián Marías pudo haber hecho carrera en la dictadura franquista, pero no quiso sacrificar sus convicciones liberales y no quiso colaborar con un régimen que jamás hizo nada para impulsar la reconciliación entre los españoles. Eso no impidió que cayera en un progresivo olvido acentuado por el auge de la deconstrucción y la posmodernidad, dos de las modas más funestas de la filosofía reciente. Sin embargo, sus reflexiones no han perdido frescura ni actualidad. Su estilo es una admirable plasmación del imperativo orteguiano de claridad, rigor y elegancia.

En la primavera de 1980, Julián Marías escribió un breve ensayo titulado La guerra civil ¿cómo pudo ocurrir? El texto se publicó originalmente en la obra colectiva La guerra civil española, coordinada por Hugh Thomas. Después, Marías lo ampliaría y lo incorporaría a España inteligible. Razón histórica de las Españas (1985). En 2012, Fórcola publicó de forma independiente el perspicaz y necesario ensayo de Marías, acompañado de un prólogo de Juan Pablo Fusi y una atinada selección de fotografías. Sorprende la vigorosa lucidez de apenas cincuenta páginas, donde ya se lamenta en los primeros párrafos que el partidismo continúe desfigurando la realidad, ofreciendo una perspectiva falsa o insuficiente de los hechos. Julián Marías habla del creciente predominio de una investigación objetiva y veraz sobre la guerra civil española, pero cuarenta años 

El ejercicio de la memoria histórica aún no ha logrado ese clima de ecuanimidad y autocrítica que pondría de manifiesto la madurez democrática de nuestra sociedad. Se prefiere la apología al análisis, la exaltación a la clarificación, el vituperio a la compresión. Se ha dicho que la guerra civil fue inevitable, pero Marías opina que no es cierto y lo hace con la autoridad del testigo que vio los acontecimientos desde la primera línea. “A nadie se le hubiera pasado por la cabeza –escribe-, incluso después de proclamada la República, que España pudiese dividirse en una guerra interior y destrozarse implacablemente durante tres años”. Marías utiliza la expresión “anormalidad” para referirse a una conmoción social e histórica cuyos frutos envenenados aún ensombrecen nuestra vida nacional. La responsabilidad de esa catástrofe corresponde –en primer término- a los sublevados, pero –en segundo término- hay que señalar la culpa de los que la desearon, pues entendieron que sus objetivos solo podrían materializarse mediante la revolución, es decir, por medio de una guerra civil.

“La única manera de que la guerra civil quede absolutamente superada –asevera Marías- es que sea plenamente entendida”. Si renunciamos a esa perspectiva por fidelidad a una ortodoxia política o por intereses particulares, la espiral del odio y la intransigencia quedará abierta, con la posibilidad de volver a sembrar la discordia. Marías aclara que entiende por discordia no la legítima discrepancia, ni la leal oposición, sino “la voluntad de no convivir, la consideración del otro como inaceptable, intolerable, insoportable”. El primer signo de esa letal intolerancia fue la quema de conventos el 11 de mayo de 1931, cuando la República no había llegado a cumplir ni un mes. La reacción del gobierno fue tibia y despectiva, lo cual despertó en la derecha una comprensible desconfianza hacia el nuevo régimen. El odio de clase enrareció aún más el ambiente. Desde las dos orillas, se practicó una oposición destructiva. No se reconoció ningún mérito en el rival. La derecha boicoteó las iniciativas del bienio reformista, incluidas las que redundaban en el bienestar general, como la apertura de nuevas escuelas. La izquierda no aceptó que gobernara el centro-derecha, recurriendo a la violencia revolucionaria. La rebelión del general Sanjurjo el 10 de agosto de 1932 consiguió tan pocos apoyos como las revueltas anarcosindicalistas. Su influencia en la convivencia fue moderadamente dañina, pero en cambio la insurrección organizada en 1934 por Partido Socialista, rentabilizada por los separatistas catalanes, fue una “irresponsabilidad máxima” que llevó a “la destrucción de una democracia eficaz y del concepto mismo de autonomía regional. La democracia quedó herida de muerte”.

Los políticos republicanos no lograron mantener la ilusión que recorrió toda España el 14 de abril de 1931. Sus prejuicios decimonónicos (anticlericalismo, federalismo, desconfianza hacia el Estado, apego a las sociedades secretas) impidieron que elaboraran un programa de gobierno sugestivo: “Faltó una retórica atractiva e inteligente hacia la libertad, y su puesto vacío fue ocupado por los extremismos, por la torpeza y la violencia, donde los jóvenes creían encontrar, por lo menos, pasión”. El Partido Socialista sufrió una erosión interna. Los partidarios del socialismo utópico y revolucionario combatieron la moderación burguesa, abogando por una revolución basada en la alianza con los comunistas. La derecha democrática también soportó el acoso de un fascismo minoritario, pero muy activo, que agitaba una mística de la violencia con un trasfondo lírico. A estos factores, hay que sumar los problemas económicos. La Dictadura de Primo de Rivera disfrutó de un momento de prosperidad. Por el contrario, la República tuvo que hacer frente a los efectos de la crisis del 29 en un tiempo donde “Europa era bastante pobre” y “España lo era resueltamente”. Sin seguros de desempleo ni Seguridad Social, los obreros carecían de medios para afrontar la inflación. Las huelgas recurrentes solo agravaron su vulnerabilidad. Las elites se limitaron a proteger sus intereses con egoísmo e insolidaridad.

En ese escenario, se avanzó hacia una agresiva politización, donde España se dividió entre rojos y azules. En plena Edad de Plata de nuestra cultura, las consignas desplazaron a las ideas, y los intelectuales que pedían sensatez y espíritu constructivo fueron despreciados. Defensor de la República en sus comienzos y muy crítico con su deriva hacia el radicalismo y el separatismo, Ortega optó por abandonar la política, convirtiéndose en el rostro de esa tercera España que gozó de tan pocos acólitos. Los sectores conservadores sintieron que se destruían sus señas de identidad. Una prensa irresponsable y demagógica avivó todos los fuegos, creando las condiciones para el incendio final que devastó España. La pereza colaboró con esa tarea destructiva, pues siempre es más fácil repetir lemas y consignas que pensar.

La guerra civil exasperó los enconamientos. En ambas zonas, se condenó a los desafectos, reales, potenciales o imaginarios, sin juzgar sus actos. Sacerdotes, falangistas y derechistas fueron declarados enemigos en la zona “roja”. Incluso los republicanos históricos, como Melquíades Álvarez, fueron considerados “facciosos”y, en algunos casos, pasados por las armas. En la zona “nacional”, cualquier simpatizante del Frente Popular se convirtió en candidato al paredón. Maestros, masones y liberales recibieron el mismo trato que socialistas, comunistas y anarquistas. A todos se les acusó de “rebelión”, invirtiendo el principio de legalidad vigente.No se toleró la neutralidad, ni la autocrítica. La mentira se apropió de las dos zonas, envileciendo la convivencia. Se mostró una especial ferocidad contra los que se negaban a tomar partido, alegando que no hallaban razones para solidarizarse con ninguno de los contendientes. Esos fueron considerados enemigos de todos. Julián Marías cita como ejemplo de dignidad a Julián Besteiro, al que Ortega admiraba.

Ambos bandos hablaban de amor a España, pero los dos se dedicaron a destrozarla. A medida que avanzaba la guerra, la política de deshumanización del adversario se exacerbó hasta el extremo de considerarle como si fuera un extranjero o invasor. Los vencedores de la guerra no renunciaron a la venganza. Se puso en marcha “una represión universal, ilimitada y, lo que es más grave, por nadie resistida ni discutida”. Se perpetuó el espíritu de guerra, lo cual empujó al exilio a millones de españoles. Julián Marías no se muestra partidario de olvidar, pero sí de poner en su lugar la guerra civil. Debe quedar “detrás de nosotros, sin que sea un estorbo que nos impida vivir”. Hay que mirar hacia delante y estar preparados para combatir “el último peligro”. Durante cuatro décadas, la sociedad española vivió bajo la retórica de la Cruzada. Sería trágico que después de esos años de propaganda y manipulación, “nos vuelvan a contar la guerra desde la otra beligerancia, desde las otras mentiras”. Julián Marías emite un juicio demoledor sobre ambas zonas. Unos fueron “justamente vencidos”; otros, fueron “injustamente vencedores”.

Hay otro peligro: el desencanto. Ese sentimiento ya existía en 1976, cuando ciertos sectores de la izquierda afirmaban que la Transición solo había sido una operación de maquillaje para reformar el régimen y no rendir cuentas por los crímenes del franquismo. Para esos descontentos, la convivencia, el que los españoles se abrazaran y caminaran juntos hacia el futuro, resultaba insuficiente. Julián Marías murió en 2005, mezquinamente olvidado por una sociedad que no tuvo la altura de miras necesaria para reconocer su fructífera labor intelectual. No creo equivocarme al afirmar que habría contemplado con infinita tristeza cómo se vituperaba la Transición y cómo se intentaba reescribir la historia, afirmando que las milicias populares luchaban por la democracia y la libertad, cuando en realidad despreciaban la “república burguesa”. Se dice que la primera víctima de la guerra es la verdad. Desgraciadamente, la posteridad a veces continúa con ese agravio, frustrando la definitiva superación de las heridas del pasado.


La cordura de España; entre Feijoo y Jovellanos ( Fragmento)




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