ALCALÁ ZAMORA Y TORRES : RÉGIMEN POLÍTICO DE CONVIVENCIA EN ESPAÑA. LO QUE NO DEBE SER Y LO QUE DEBE SER.

 

NICETO ALCALÁ ZAMORA Y TORRES : RÉGIMEN POLÍTICO DE CONVIVENCIA EN ESPAÑA. LO  QUE NO DEBE SER Y LO QUE DEBE SER.


NICETO ALCALÁ ZAMORA Y TORRES : RÉGIMEN POLÍTICO DE CONVIVENCIA EN ESPAÑA. LO NO DEBE SER Y LO QUE DEBE SER. EDITORIAL CLARIDAD. BUENOS AIRES 1945.


ENLACE

DEDICATORIA ANÓNIMA.-

 A los españoles, para quienes la convivencia no es odio, ni el saludo trágala, ni la República anarquía, ni el orden explotación del trabajo, ni la justicia social guerra de clases, ni la separación de la Iglesia del Estado incendio de templos, ni la libertad de conciencia asesinato del clero, ni la fe católica persecución inquisitorial, ni el amor a la patria nuestra plagio de exóticos nacionalismos, ni la relación humana exterminio del adversario. Pudiera escribir aquí vuestros nombres que por desventura del país no sois los más, pero comprendo y respeto que hombres cuerdos y honrados guarden el secreto, mientras la tardía y confusa riada de locura delincuente no vuelva a su cauce normal, ya de por sí desmesurado, en ese enorme manicomio judicial, en que no se desenvuelve, y sí se destruye aprisionada y trágica, la vida de nuestra pobre España 

PRÓLOGO

PREDICCIONES DESOIDAS Y REALIZADAS He paladeado muchas veces el sabor, para mi patriotismo amargo, y para mi atrofiada soberbia imperceptible, de haber acertado en mis predicciones y consejos desoídos. Le advertí en 1923 al dinasta-dictador, el de la iniciativa irresponsable, que no fuese hacía la dictadura, y al general-dictador, el del refrendo externo, que le pusiera apresurado término. Llamé en el desierto de su tosca pereza a las clases conservadoras, para que ayudasen a salvar lo que en sus intereses hubiera de justo y viable. Advertí a los republicanos que la Constitución irreflexiva y demagógicas, sin ponencia ni criterio de gobierno, con amenaza estéril para la propiedad, hostilidad hasta pasada de moda hacia la Iglesia, Cámara única y parlamentarismo desenfrenado, sería el desastre, que sólo retardó y contuvo mi esfuerzo desde la jefatura del Estado. Supliqué una reforma transaccional de aquel conjunto de dislates, que hoy parecería ideal a los vencidos, y quizás a los vencedores, si pensaran que se hubiese evitado todo; y no me oyeron. `...+

DÓNDE Y CUÁNDO SE HA ESCRITO ESTA OBRA.- La mayor parte de la mis- ma, o sea casi todos los capítulos, y con frecuencia el texto completo de varios, fue escrita en París, de febrero a marzo de 1937, atento mi espíritu a los términos esenciales en el planteamiento del drama político español, sin dejarme influir y desviar por el curso pasajero de los acontecimientos episódicos. Luego en Pau, a fines de 1939, terminada ya la guerra civil en forma de operaciones bélicas, y seguida en la de persecuciones gubernativas y curialescas, añadí algunas páginas de adaptación en los comentarios a la dolorosa actualidad, que con tanto exceso se ha prolongado. En ninguna de esas fechas, tanto por sobra de pasión como por falta absoluta de libertad, había llegado la ocasión para publicar el libro con esperanza siquiera de lectura y atención, ya que no de eficacia provechosa para el país. Pero el tiempo avanza, la solución es inaplazable, pudiera ser apresurada, y creo un deber revisar y publicar el texto en Buenos Aires con pocas modificaciones, advertidas de modo expreso, o perceptibles claramente, por su referencia directa a los acontecimientos y preocupaciones del instante. Fuera de adiciones tales, la poda ha sido leve, cortan- do casi exclusivamente las amargas y presumibles execraciones de excesos y violencias de todo orden y de cada lado, cuyo recuerdo no es necesario evocar, y cuyos resultados no conviene en manera alguna avivar.


DÓNDE Y CUÁNDO SE HA ESCRITO ESTA OBRA.- La mayor parte de la mis- ma, o sea casi todos los capítulos, y con frecuencia el texto completo de varios, fue escrita en París, de febrero a marzo de 1937, atento mi espíritu a los términos esen- ciales en el planteamiento del drama político español, sin dejarme influir y desviar por el curso pasajero de los acontecimientos episódicos. Luego en Pau, a fines de 1939, terminada ya la guerra civil en forma de operaciones bélicas, y seguida en la de persecuciones gubernativas y curialescas, añadí algunas páginas de adaptación en los comentarios a la dolorosa actualidad, que con tanto exceso se ha prolongado. En ninguna de esas fechas, tanto por sobra de pasión como por falta absoluta de libertad, había llegado la ocasión para publicar el libro con esperanza siquiera de lectura y atención, ya que no de eficacia provechosa para el país. Pero el tiempo avanza, la solución es inaplazable, pudiera ser apresurada, y creo un deber revisar y publicar el texto en Buenos Aires con pocas modificaciones, advertidas de modo expreso, o perceptibles claramente, por su referencia directa a los acontecimientos y preocupaciones del instante. Fuera de adiciones tales, la poda ha sido leve, cortan- do casi exclusivamente las amargas y presumibles execraciones de excesos yviolen- cias de todo orden y de cada lado, cuyo recuerdo no es necesario evocar, y cuyos resultados no conviene en manera alguna avivar.


EL VERDADERO Y HONDO DESACUERDO.- En rigor la verdadera discrepancia, honda y prácticamente irreductible, está en torno al artículo 26 de aquella Constitución, sobre el problema político-religioso. Aun acerca de él me decía en 1932 uno de los diputados izquierdistas, más ilustrados y serenos, que llamada a votar de nuevo la Cámara no habría ratificado el sectarismo dañoso de su decisión. Creo que en eso se equivocaba mi interlocutor, y que sobre ello no era ni es fácil lograr el acuerdo. Es verdad que éste se consiguió fácilmente, o mejor dicho, pareció estar conseguido, en agosto de 1931, cuando en consejo de ministros reunido en Hacienda se resolvió la fórmula de paz religiosa, de concordia, que en materias tales es el concordato, y que iniciada llevó en las primeras negociaciones a un éxito sin precedentes para el gobierno de la república por amplitud y lealtad de miras en la Santa Sede. Es verdad que era fácil ponerse de acuerdo, puesto que la plena libertad de conciencia y de cultos y la soberanía estatal la defendíamos todos, e incluso para la fórmula de paz republicana ningún católico pretendió llegar a lo que desde hace un siglo rige en la Argentina. Pareció entonces que la paz religiosa prevalecería, pues así se afirmó dentro del gobierno por once votos contra uno solo, partidario entonces del «combismo» al cabo triunfante. Fue tal voto el del titular del ministerio citado, quien luego, por cierto —y es justo decirlo— no tuvo la culpa ni la iniciativa de la funesta rectificación, ni creó la menor dificultad, una vez salvado su voto personal de resuelta convicción anticatólica. Sin embargo, al envejecido y funesto figurín de Combes se marchó, y no por criterio de partido, y menos de gobierno, pues como gobernantes supieron votar con cordura los más exaltados, midiendo su responsabilidad y el bien de España y de la república, mientras estaban en el mundo con sus nombres, apellidos y vestimentas habituales. Pero cuando cambiaron algunos de indumentaria y de nombres, variaron también de criterio por impulsos de otro orden, o de otra orden. Cambios tales ejercer a veces mucho influjo, sin que pueda decirse, en señal de indiferencia, aquello de «llámale h», porque esta letra no siempre es muda, y hay quienes la aspiran con fuerza y con daño.

página 109


VIOLACIONES MÁS GRAVES Y MANIFIESTAS DE TAL CONSTITUCIÓN.- 

La actitud oficial y obstinada de las izquierdas fue: reforma de la Constitución, no, pero destrucción de ella, sí. Sería vano empeño, si lo intentaran los responsables mayores del hundimiento constitucional, disculparlo como efecto de la guerra civil, como un hecho más e inevitable de ésta. Aún otorgándoles arbitrariamente la irresponsabilidad de aquélla en sus orígenes, bastará observar las fechas de las violaciones contra la Constitución, para comprender que, anteriores a la guerra muchas de aquéllas, corresponden al período y aun a las causas de su preparación: a aquel reinado demagógico de cien días, de trastorno en el régimen, a la vez de abuso y de abdicación por parte del poder público, que precedió inmediatamente a la tragedia bélica interna. Incluso para los atropellos posteriores, la naturaleza de ellos y de los preceptos violados muestra que lejos de estar disculpada la conducta por una exigencia de la guerra, fue opuesta a toda dirección racional de ésta, que se aprovechó con facilidad para prevaricaciones arbitrarias. La verdad esencial y escueta que aparecerá es que la Constitución de la República fue deshecha por sus autores, por quienes la declararon irreformable. iEra tan fácil reconocerle ese carácter si a la vez se consideraba lícito barrenarla del principio al fin![...]

El título preliminar, como expresivo de principios, vagos y generales, permitía por su amplitud gobernar a todas las tendencias y aún subsistir con diferentes normas constitucionales, profundamente cambiadas en los demás preceptos. Eso mismo da idea de la medida en que se habrá conculcado la Constitución, para chocar contra el conjunto de aquellos principios, sin dejar uno solo en pie.[...]

La neutralidad religiosa del Estado, que proclamó el art. 3°, quedó convertida en lo más opuesto a ella: en la persecución sanguinaria e implacable del culto, y en la proscripción de éste en la vida social [...]

Se hizo tabla rasa de los linderos de las autonomías regionales, defensa de la soberanía, establecidos en los artículos 14 y 15; y por exceso opuesto, cuan- do el gobierno central se trasladó a Barcelona, la autonomía regional quedó de hecho absorbida. Hubo un régimen de cultos peculiar del territorio dominado por los vascos y absolutamente distinto del resto sometido al Gobierno anda- riego. Se dejó a los gobiernos regionales tener de hecho y aun públicamente relaciones de política exterior, con policía de fronteras y expedición de pasa- porte, todo ello contra el texto categórico de la Constitución.Hubo también, contra la ley fundamental, ministerios de la Guerra regionales[...] Hubo sin disimulo flotas regionales, y monedas y billetes que no eran de emisión y origen nacional. [...]

TITULOS II y III.- A pesar de que el II parece invulnerable ante excesos de la pasión política, sufrió alteración perturbadora el concepto de nacionalidad, mediante la concesión y goce de la misma por los combatientes, raras veces deseables, de distintos estados extranjeros.[...]

Toda protección a la libertad de la conciencia y del culto fue re- emplazada con violación de los artículos 26 y 27, por la persecución, la proscripción y la imposibilidad total para el ejercicio de tales derechos. No se extinguieron las órdenes religiosas por vía legal y nacionalizando sus bienes, como sanción máxima, y sí en muchas comunidades por eliminación física de los religiosos y la propiedad de aquéllas por saqueo, incendio o confiscación. La suspensión lícita y justificada de los derechos políticos suspendibles, llegó a la supresión de los derechos humanos más sagrados, cuyo mero eclipse veda el art. 42.Desapareció la garantía penal del art. 28, castigándose cruelmente a los ciudadanos por tribunales incompetentes (en todos los sentidos), sin más título jurisdiccional que la venganza fanática de filiaciones sectarias en lucha, encargados de aplicar vagas, peligrosas, arbitrarias definiciones de nuevos delitos como el de tibieza en la adhesión que establecían decretos del gobier- no, y que enfocaban retroactivamente la vida anterior, la actividad pasada, por ello lícita, de las víctimas. Tampoco quedó ni vestigio de los artículos 40 y 41, desde el momento en que la filiación política y aun la opinión presunta en ese orden, fueron título exclusivo o causa de incapacidad, y aun de separación para el ejercicio de cargos públicos; y ello no ya como norma práctica de la conducta sino como regla escrita de lo que pretendía llamarse legislación. En ella la libertad de opinión política se destruyó, creando tras el peligroso y arbitrario delito de desafección el más desatinado aun de tibieza.

El art. 42, que autoriza la suspensión de garantías, fue substancialmente contradicho y conculcado desde los prólogos y convocatorias de la guerra civil, dándosele la aplicación más absurda y perturbadora que pueda tener. [...]

La socialización o expropiación, indemnizables o no, dejaron de estar so- metidas a las excepcionales garantías del art. 44, y entregadas de hecho, y sin ninguna indemnización, al arbitrio de autoridades inferiores, de asociaciones de partido y clase, cuando no a la sola voluntad adquisitiva y armada de cualquier apropiante individual. Por ese camino, y desde antes de la guerra civil, se llegó en muchas partes a la ocupación violenta de inmuebles, y luego a la incautación de riqueza mueble, con exportación organizada de lucros individuales. La inmensa riqueza artística de España, esa gran columna de nuestro patrimonio de todo orden, tuvo dolorosas y constantes ocasiones de ver en qué consistía la protección del Estado, ofrecida solemnemente, como un deber y un compromiso de honor para éste en el art. 45. La forma más frecuente de inventario fue el saqueo, y la de amparo, el incendio, presenciado con impasibilidad y frecuencia por la autoridad y la fuerza pública; y ello desde antes de la guerra civil.

TÍTULO DE LAS CORTES.- Tras de hundir ellas mismas con sus dos golpes de estado de abril de 1936 su prestigio y autoridad moral, se vieron anuladas como no lo estuvo durante la gran guerra parlamento alguno. El desquite tardío, mezquinamente egoísta, y siempre inconstitucional, ha sido violar el art.53 para prorrogar indefinidamente, como ventaja vitalicia, la duración del mandato de los disputados, fijada como máximo en cuatro años, vencidos en febrero de 1940. [...]

En cuanto a la inviolabilidad y la inmunidad parlamentarias, reguladas por los artículos 55 y 56, se vio en la trágica madrugada del 12 al 13 de julio de 1936, antes de la guerra civil, en qué consistían. Todos esos derechos, con el básico de la existencia del diputado, podía suprimirlos el crimen policía- co. Sembrada la horrenda semilla del ejemplo, fructificó durante la guerra civil en los odios de los dos bandos, que han exterminado en asesinatos sin disimulo o judiciales a cerca de un centenar de diputados, muchos más de izquierda, mayoría en el Parlamento, vencida en la guerra. En los abusos del Parlamento español ninguna cámara llegó a los excesos de la de 1936, mucho antes de la guerra civil, para convertir en mayoría abrumadora, suficiente para todo quórum excepcional, la inicial tasada, que salió legítimamente de la voluntad popular, al cerrarse las votaciones a las cuatro de la tarde del 16 de febrero de aquel año. Por lo mismo se desprestigió como nunca la tan discutible prerrogativa parlamentaria del art. 59, de examinar las actas y calidades de los diputa- dos, para cuyo ejercicio decoroso aquellas últimas Cortes se mostraron incapaces.[...]

En cuanto al art. 66, que quiso establecer el referéndum, fue inútil mi reiterada petición para que el gobierno presentara el oportuno proyecto de ley, indispensable para el funcionamiento de tal innovación democrática. A ella se opuso siempre, haciéndola imposible la fuerza más enérgica e intransigente de los partidos de izquierda ;y la reforma constitucional democrática no pudo tener jamás aplicación.

JEFATURA DEL ESTADO Y GOBIERNO.- Toda relación normal entre el poder del jefe del Estado y el del Gobierno, estuvo deshecha siempre por alternadas y contrapuestas absorciones desde 1936. [...]

El art. 67 declara, por motivos evidentes de decoro público en los supremos poderes del Estado, que la dotación de cada presidente de la república es inalterable durante el respectivo mandato, siendo cada uno de éstos independiente de los demás. A pesar de ello, y desde muchas semanas antes de comen- zar la guerra civil, la docilidad del ministerio de Hacienda accedió a aumentar la dotación del segundo mandato presidencial con economías hechas durante el anterior o primero, reintegradas definitivamente a la Hacienda pública, se- gún cartas de pago archivadas y testimoniadas notarialmente. Tal pequeñez cuantitativa lo fue en todos los sentidos, apartándose de tradiciones, que com- pensaron yerros y desventuras de la primera república.

Hizo depender el art. 68 de una elección de compromisarios la del segundo, y las de los ulteriores presidentes de la república. Elección de tamaña trascendencia, convocada para el 26 de abril de 1936, fue notoria ficción con nulidad manifiesta por el estado de anormalidad constitucional sin garantías, en que se celebraron; por el terror desenfrenado y coactivo, que impedía toda oposición; por la deserción notoria del cuerpo electoral; y porque esto se pro- curó y aquello se hizo, para impedir que en elecciones libres, con seguridad personal de los ciudadanos, se exteriorizase la reacción de protesta, motivada por los yerros y sobre todo por las abdicaciones del gobierno de frente popular.

Para violar el art. 71, acortando en 20 meses la duración constitucional del mandato del presidente, hubo un motivo capital y ambicioso: el convencimiento de que el segundo presidente no podría ser de izquierda esperando al final de 1937, dada la inevitable oscilación hacia la derecha, que para tal época nadie podía desconocer ni impedir, porque la Cámara única empuja a tales alterna- das y bruscas reacciones.

Enlazándose sistemáticamente como los preceptos sus conculcaciones, la del art. 71 llevó a dos del 81 en las sesiones del 3 y del 7 de abril de 1936; al declararse las Cortes indisolubles por el primer Presidente y al declarar innecesaria la última disolución, que les dio vida y triunfo a los mismos que la habían pedido y la condenaban, no obstante haber sido aprobada por el voto popular.De paso se atropelló también el art. 82, substituyendo la destitución leal y franca del jefe del Estado por una medida oblicua y traicionera; y todo ello perdida toda noción de respeto constitucional[...]

Era imposible que una violencia fanática, total, respetara el título séptimo, el dedicado a la Justicia. Así fue desde el primer momento. La independeNcia de los jueces, asegurada por los artículos 94 y 98 de la Constitución, vino al suelo desde mayo de 1936 con pretexto de jubilaciones arbitrarias e insólitas, que no buscaron, ni podían hallar careta para su intento; y que en el ansia insaciable de posiciones ventajosas por asaltar y acaparar, no respetó ni al Presidente del Tribunal Supremo, acortándole, a su vez, el ejercicio del cargo, cuya duración aseguraba el art. 96. Infringido el precepto de la Constitución para causar la vacante, no se respetó tampoco para proveer con arreglo a aquélla.

Para destruir todo asomo de independencia judicial, para esclavizar la Justicia al servicio del fanatismo de partido y clase, conculcose también desde mayo de 1936 el sano principio de la responsabilidad judicial establecido en el art. 99. El jurado especial, sereno, altísimo, respetable, como su cometido, en- cargado de tan delicada misión, se vio substituido por una incompetencia sectaria, partidista, garantía sólo de una coacción constante, irresistible al servicio de la exigencia de sistemáticas desviaciones de la justicia. Si hasta ahí llegó la turbulenta invasión de una demagogia inculta y ciega, nada tiene de extra- ño que el principio de la intervención popular para juzgar la delincuencia se destruyera y profanase, convirtiendo el jurado imparcial, sin marca ni sello de partido o clase, en que pensó el art. 103 de la Constitución, en los tribunales populares donde el motivo de recusación era el título jurisdiccional, y de los cuales era prodigioso obtener justicia en vez de venganza.

No fue objeto de menos violaciones el art. 102. Desde mucho antes de la guerra civil reaparecieron los prohibidos indultos generales, mediante monstruosas aplicaciones de las amnistías no a los delitos políticos, y sí a los comunes más graves y odiosos [...] Y para no dejar en ningún rincón del artículo un precepto sin violar, no siempre se ejerció la prerrogativa de indulto por los Poderes centrales, a quienes la reservó la Constitución.[...]

Hubiera sido burla y asombro que, tras de todo eso, quedara en pie el título último, dedicado a las garantías y reforma de la Constitución, rota, des- hecha. El Tribunal, llamado de Garantías, perdió todas las de su independencia , desde que el ministerio de Justicia, en mayo de 1936, al par que reclamaba para sí disponer de la justicia municipal, rebajaba al nivel más inferior de ésta al alto Tribunal político. Pisoteados los artículos 121 y 122 de la Constitución, se destruía la inamovilidad de aquellos magistrados, y se transformaba todo el significado de la institución, convirtiéndola de freno, que debía ser de los poderes políticos, en dócil instrumento de éstos, obligado a la identificación con su criterio y tendencia. Habría sido mejor suprimir el Tribunal, pero eso impedía conservar una serie de sinecuras laicas, sin otra misión ya que la de dar destinos y sueldos con cargo a una hacienda destruida y pródiga.

¿Procedimiento para la reforma de la Constitución? Toda la rigidez complicada, obstativa del art. 125 quedó en apariencia subsistente, pero era no más que la puerta de una casa ya saqueada. Los procedimientos, no de reforma,  sino de destrucción, habían sido la ley ordinaria, o más fácil todavía, el voto o simple acuerdo de la Cámara, cuando no el decreto del gobierno o la conculcación descarada e impune.

¿POR QUÉ RESUCITAR LA CONSTITUCIÓN MUERTA?- ¿Quiénes han mata- do la Constitución de 1931? Algunos dirán que solamente los rebeldes de julio de 1936, y aun puede que lo proclamen varios de éstos por vanagloriarse y hasta que lo crean por exceso de encono sectario derechista. Pero la verdad es que ellos dispararon y han seguido disparando contra un cadáver que los de enfrente habían apuñalado. Sin ese apuñalamiento previo, y luego continuado, puede que la agresión por la otra acera hubiera sido irrealizable; y en todo caso, la Constitución intacta, aun siendo tan deficiente, hubiera sido invulnerable, como lo fue en agosto de 1932, no obstante todo el daño y la debilidad consiguientes al sectarismo del primer bienio de izquierda, preparatorio de los recíprocos y opuestos yerros del segundo derechista.[...]

En cuanto a los defectos tan graves de aquella Constitución no necesito insistir, bastando referirme al libro que sobre tal asunto publiqué en junio de

1936. Aunque hubiera permanecido intacta, el interés de la República Españo- la exigiría cambiarla. Fue ya grave falta acumular en ella tantos yerros contra la oposición de quienes los advertimos; no tuvo disculpa mantenerla, frente al aviso de que desembocaría fatal y rápidamente en guerra civil; sería la más terca y execrable de las obstinaciones persistir en el yerro, después de cumpli- da con enormes proporciones la fácil y trágica profecía.

Es verdad que suele tener cada pueblo la suerte y el régimen que merece, y que el español ha cometido recientemente gravísimas faltas, marchando por el camino del suicidio; pero aun así sería castigo excesivamente duro darle, como defensa de su vida y sus derechos, el mismo parapeto destrozado, con iguales guardianes y defensores, sometidos a idéntica consigna de desastre. 

 páginas 109-119

                                              VIII

       CARENCIA Y NECESIDAD DE PODERES LEGÍTIMOS 

DIFICULTADES DEL PROBLEMA ESPAÑOL.- El caso de España es insólito y casi único: un pueblo, que por manifestaciones solemnes, legales y reiteradas de su voluntad es y debe ser República, y que sin embargo no tiene legalidad constitucional ni poderes legítimos. Aquello acaba de recordarse, y esto otro es de fácil evidencia. El complemento desolador, negativo, de la ley fundamental destruida, es la ilegitimidad total, en el orden jurídico, de los poderes inexistentes que, después de haberse extinguido totalmente, despiertan tras largas y somnolientas intermitencias, pretendiendo actuar, y para ello el imposible de una resurrección, en la cual creen con todo el descreimiento de su laicismo, así como invocan el principio de la restauración con todo su celo antimonárquico.[...]

Bastaría para la ilicitud de los poderes con el hundimiento de la Constitución que a ellos les dio vida, y a la que ellos dieron muerte; [...] Son ilegítimos los pode- res, ya por su origen, ya por su conducta ulterior, ya sobre todo y evidentemente por la caducidad, que los agota, extingue y sepulta. No tendría hoy más interés que el de polémica retrospectiva sobre historia, analizar los vicios de origen y conducta, posteriores a aquella tarde del 16 de febrero de 1936, en que se extinguió, para destruirla exagerándola, toda la legitimidad electoral republicana. Aun prescindiendo de todo eso, la realidad, superior a todo sofis-ma y a cualquier sutileza, ultra-escolástica aunque extremista, es que desde hace cinco años, desde abril de 1939, la República española no tiene Cortes, ni jefatura del Estado, ni gobierno, ni representación exterior, ni autoridades internas, ni tribunales: en suma, absolutamente nada, porque todo se extinguió deshecho, no se durmió aletargado, y por lo mismo no puede reaparecer. Sólo subsiste la República, y ella tiene que proveerse de poderes nuevos, mucho más prestigiosos, en cuanto nazcan libres de una sucesión hereditaria, en la doctrina republicana inadmisible, y para el interés republicano inaceptable, porque no cabe ni el beneficio de inventario ante el ingente pasivo, que constituiría  la herencia.

páginas 120-121

PELIGROS DEL PERIODO CONSTITUYENTE; SU EVITACIÓN.-

No se me quiso hacer caso, cuando desde enero de 1935, o sea tan pronto fue constitucional- mente posible, aconsejé, propuse y pedí una reforma limitada, transaccional, conciliatoria de algunos artículos de la Constitución, de los que se habían mostrado en la experiencia más dañosos, a fin de que pudieran gobernar con aquélla  en bien de la República, todos los partidos del régimen. Mi deseo de conciliación fue tan elevado y sincero, que dejó fuera de la reforma propuesta, y por tanto en pie, preceptos teóricos o de aplicación, que doctrinalmente me pare- cían mal, y contra los cuales voté a su tiempo como diputado. Buscaba la concordia, y para no excitar las pasiones, poniéndolas al rojo, quise evitar un período constituyente pleno. Nadie atendió mi consejo, y la Constitución y los yerros que la agravaban terminaron en la guerra civil. Tras todo ello el nuevo período constituyente surge, con todas sus excitaciones pasionales tan peli- grosas, agravadas hasta lo inconcebible por la tremenda fiereza de la guerra civil, por haberse extendido ésta con monstruosa preferencia de víctimas a la población no combatiente, por haber proseguido alevosamente las persecuciones, la dictadura falangista triunfante, y por la trágica perspectiva del «des- quite» revolucionario, en cuyo ambiente simultáneo o inmediatamente previo, se hiciere la convocatoria de Asamblea Constituyente. No hay que insistir aquí sobre tal riesgo, que en vano quise y procuré impedir, pues de prolijo razona- miento releva la claridad del caso, sobre el cual se ha de hablar en capítulo próximo, intentando buscar remedios. Baste aquí anticipar la gravedad del mal, representado por unas elecciones constituyentes, donde cada uno esgrimiere la papeleta electoral como arma mortífera, o sólo pudieren hacerlo algunos entre la abstención aterrada de los demás. A la magnitud del peligro debe corresponder la decisión del remedio, que está en una concordia nacional republicana de todos los partidos del régimen.

INTOLERABLE INHIBICIÓN DE GOBIERNO EN EL PROBLEMA CONSTITUCIONAL.- Lo antes apuntado indica que, pues se impone una concordia o transacción republicana, se necesita en lo fundamental del régimen una ponencia equilibrada de gobierno. Sería ahora incomparablemente más dañoso e inadmisible, que lo fue ya en 1931, la inhibición total del gobierno sobre ese problema básico. Propuse ya entonces la transacción, a sabiendas de que no podía imponerme dentro de un gobierno de absoluta y aun abrumadora mayoría izquierdista, de cuyos doce votos en los más de los casos sólo podía prometerme la coincidencia de uno (el del señor Maura), que por ser de personalidad briosa no era tampoco seguro. Buscaba sólo la visión serena de la realidad, apreciada sin efectismos ni apasionamientos. Todo fue inútil, porque el entonces minis- tro de Hacienda, señor Prieto, sostenido por la fracción más numerosa de las Cortes, amenazó con la ruptura inmediata y crisis total, si se iniciaba la ponencia de gobierno; y eso en los primeros momentos era peor que todo, porque significaba el caos, que podía llevar inmediatamente a la anarquía. Quedaron la Constitución sin ponencia y la Cámara sin guía de gobierno, entregados los más trascendentales problemas a la casualidad variable, comprensiva o extraviada, del acuerdo de los diputados en cada sesión. Todavía, desde el comienzo del debate hasta el 13 de octubre de 1931, mientras yo presidí el gobierno de la República, y asistía sin perder un momento a la discusión constitucional, logré encauzarla en gran parte, interviniendo como diputado, sin otro apoyo que la fuerza moral de la razón, pues la numérica de mi grupo no llegaba a la vigésima parte de aquella asamblea. El cumplimiento de mi deber condujo al resultado, por mí previsto y por otros aprovechado, de mi dimisión; y desde entonces el gobierno, atento a evitar igual escollo, dio el espectáculo sin precedentes de ausencia o presencia indiferente en la elaboración de la ley fundamental de la República. Graves fueron los defectos de aquélla, pero aun pudieron ser in- calculablemente mayores, dado el sistema seguido, que alguna vez entregó la decisión de duda difícil, elevada y técnica a la incompetencia absoluta, dotada sin duda de buena voluntad, pero carente de toda idea acerca de las nociones. los términos que entraban en juego. El consiguiente y enorme dislate fue censurado a poco, con ocasión de un congreso internacional científico reunido en Madrid; y lo peor del caso fue que no pudo darse explicación, porque de haber- se conocido ésta, la censura habría sido mayor. Eso, o sea la inhibición del gobierno con todos sus resultados inevitablemente funestos, no puede repetir- se; ya costó muy caro y no cabe, ni en eso ni en otros muchos órdenes, volver a las andadas. 

páginas 123-125

SEGUNDA PARTE

LO QUE DEBE SER 

                                                                   

                                                                        IX

                      LA REPÚBLICA DE DERECHO Y ORDEN ES INELUDIBLE

      LA REPÚBLICA DE DERECHO Y ORDEN ES INELUDIBLE.- Condición esencial del régimen.- La razón de la república suele imponerse como necesidad.- Retardo conveniente de elecciones innecesarias.- Lo que cabe hacer.- Desinterés de la propuesta

CONDICIÓN ESENCIAL DEL RÉGIMEN.- En España no es posible la monarquía, ni puede prolongarse la dictadura —por esencia transitoria—, con todo el descrédito de sus yerros, excesos y persecuciones. Ha de responder el futuro estado español a una exigencia primordial, ineludible: impedir el retorno a la tragedia de la guerra civil. Esa primera y vital condición excluye toda temeraria, demente esperanza, cifrada en el resurgimiento de una República extremista y demagógica. Aun admitida la máxima transigencia, que no suele ser cualidad característica de los combatientes de guerra civil, ni ambiente favorecido por ésta, eso sería ir de nuevo y en plazo corto a los horrores de la nueva lucha. No deben ejercer la dirección inicial, tan difícil como decisiva, ni las gentes ni los grupos personificación del espíritu de guerra civil, espoleados por los odios de la misma y por la venganza humanamente explicable de las posteriores iniquidades. La República tiene que ser de convivencia nacional, de pacificación de espíritus; y para ello, aun más que el radicalismo o la moderación de las soluciones, importa el mantenimiento del orden.

 página 129


                                                                                XIV

                                                   LO RELIGIOSO Y LO IRRELIGIOSO

LO RELIGIOSO Y LO IRRELIGIOSO.- Problemas claros.- Significación de un concorda- to.- El concordato vía de comunicación nacional.- El concordato garantía de cohesión nacional.- Los pleitos matrimoniales.- La enseñanza.- La masonería.

PROBLEMAS CLAROS.- Corresponde a lo fundamental de problemas tales como los de la religión, una evidencia que sólo pueden oscurecer los encontrados fanatismos. Sólo por ello ha de recordarse: que la historia ha formado la nación con gran mayoría católica; que su Estado, como todos, debe ser soberano y justo; que el ciudadano tiene derechos individuales, más nobles y sagrados en este orden que en ninguno; que en él se intensifica la suprema necesidad de paz en España; que la Iglesia es universal e independiente en su órbita espiritual; y que la relación entre las dos potestades conviene a todo gobierno, aunque fuera heterodoxo, así como la defensa del poder público la practicaron ya los reyes absolutos y piadosos.

Aun cuando los disidentes se redujeran a uno solo, y son no pocos, respecto de aquél se opondría a la opresión de su conciencia y de su culto la civilización jurídica, en que se juntan las esencias más nobles de la justicia y de la fe. Los mismos postulados universales protegen como derecho individual a cada uno de los que forman la mayoría de creyentes, pero el conjunto de éstos ve reforzada su posición por el principio político de la soberanía nacional, con su secuela de la voluntad legal mayoritaria. En suma, perseguir a los menos es tiranía inicua, e irritar a los más temeridad de locura.

Dentro del Estado nacional debe vivir con respetada licitud toda la jerarquía eclesiástica. Para el complemento de las órdenes monásticas, el poder público no debe tener prejuicios de privilegio ni de hostilidad: le basta en su esfera amparar el derecho ciudadano de novicios o profesos, que quieran recobrar su libertad civil; y exigir la sumisión colectiva a las leyes. Ninguna orden sean cuales fueren su influjo, su poderío y sus simpatías, y ni siquiera la alianza irrealizable de todas ellas, puede ni debe estorbar ni tutelar la acción de un Gobierno, que merezca serlo, aun estando totalmente formado por ortodoxos. Como el drama español consiste en que de su cartelera política jamás retira el repertorio «Dos fanatismos», vivimos en la sucesión inmediata, cuan- do no en la simultaneidad cabal y enfrentada, de la intolerancia dogmática a la fuerza y de la violencia antirreligiosa. Predominó ésta en los comienzos de la guerra civil, y una vez terminada, la fiera intransigencia crea y no advierte el peligro de haber entrado en otra fase, continuadora en un sentido y preparatoria en el otro de nuevas perturbaciones para la necesaria paz religiosa.

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LA ENSEÑANZA.- Otro problema candente, vidrioso y sin embargo de fácil deslinde y cordial solución. El Estado, que recaba tal función para fines más aun de educación que de cultura (y casi de ésta en cuanto sirven a aquélla), necesita, hasta para su propia defensa, imprimirle un hondo sentido de Moral: y la más excelsa es la del Evangelio, la cristiana, cuya inspiración no violenta ninguna conciencia, y es la base misma de la civilización occidental. El complemento, mediante el estudio de doctrina religiosa, del ambiente familiar, corresponde a los ministros de la Iglesia, a que pertenecen los creyentes, sin coacción por parte del Estado para llevarlos a la fuerza; pero también sin obs- táculo alguno para que allí acudan; por el contrario dejando en las horas de asistencia escolar el tiempo suficiente para facilitar la enseñanza religiosa. A los maestros del Estado no debe permitírseles la propaganda atea, opuesta al depósito necesario de la confianza familiar, ni la blasfemia, grosería contradictoria de toda educación. Pero aunque no sean heterodoxos, y pudieran serlo, no deben suplir al párroco o al delegado de éste, faltos aquellos de toda prepa- ración teológica, exentos por correcta que sea su vida de las austeridades sacerdotales. La idea religiosa, como fundamental, no puede excluirse del conocimiento; pero esto no es razón para encargar de ello, con norma previa al Estado. Tampoco puede subsistir éste sin cobrar tributos; y aunque la obligación de pagarlos tenga refuerzo lapidario y divino, jamás se le ocurrió a nadie que corresponda a los seminarios la explicación de la Hacienda Pública.

En países avanzados y protestantes, los emblemas nacionales ostentan la cruz. En la Turquía moderna tan hondamente modificada en leyes, costumbres, ideas y signos, el de la media luna lo dejaron los innovadores en expresiones de autoridad. ¿Por qué el fanatismo rojo se opone a que la preparación de la juventud mire hacia un crucifijo, símbolo de paz y de amor, y que además suele y debe ser obra de arte? ¿Quieren perder razón para censurar que ese símbolo se pretenda convertirlo por jactancias de enfrente, en señal de discordia y de provocación? Pero a su vez los devotos no debieran aferrarse a la exhibición de emblemas religiosos en lugares harto expuestos a profanaciones. En suma, cuestión candente para la intolerancia, transigible para la educación

El clero, aún alejado como debe estar de la lucha política, para bien de todos y principalmente para el suyo, realiza una obra de influjo y asistencia social inmensa. Por eso, su preparación cultural, obra exclusiva de la Iglesia, debe ser favorecida económicamente por el Estado, que comprenda su conveniencia

LA MASONERÍA.- Es otro problema enturbiado por el apasionamiento, que suele atribuir desde cada acera cuanto ocurre ya a los jesuitas, ya a los masones, sin cuyas respectivas intervenciones suelen pasar muchas cosas en el mundo. Como en todo pleito conviene fijar los hechos, que aquí es medir la importancia real. Para el triunfo de la República, que fue un movimiento espontáneo nacional, la masonería no ejerció influjo decisivo, ni necesario, ni apenas perceptible. Luego, cuando creyó que el triunfo republicano le facilitaba a ella su influjo en el poder, creció y se percibieron sus repercusiones: pesó mucho para el sectarismo de la Constitución y de las leyes; facilitó disidencias y alianzas, cuando no las impulsó, precisamente para favorecer tal sectarismo; perturbó algo el protectorado en Marruecos, mediante funcionarios audaces e ineptos, improvisados por la solidaridad, que preferirá llamarse favoritismo antes que compadrazgo; aumentó el trastorno en algunos servicios públicos, propensos ya a la indisciplina: en suma, fue en lo inofensivo que es lo más, poco seria, y no resultó en lo serio, que es lo menos, del todo inofensiva ni mucho menos.

Fijada la cuestión de hecho, es clara la de Derecho, porque todos lo tienen a asociarse legal, lícita y públicamente: tres requisitos esenciales, de los cuales el último asegura y aquilata la licitud de los fines y la legalidad de los medios. Asociaciones sí, Estados dentro del Estado, o fuera pero por encima de él, no; y apenas se concibe que lo pretendan quienes con harta razón pregonan tanto la buena doctrina, opuesta a semejantes independencias respecto de poder público. Corresponde siempre a éste, como facultad irrenunciable e incompartile, organizar él solo sus propias jerarquías de funcionarios, debiendo en cada una de ellas ser jefes y subordinados efectivos quienes lo sean respectivamente de modo oficial, porque únicamente así existe autoridad responsable y acatada. Por lo mismo no puede admitirse, que, al despachar el superior oficial con sus inferiores, aun cuando el primero esté materialmente sentado y cual- quiera de los otros permanezca de pie, sea aquél quien tenga que arrodillarse espiritualmente y someterse por completo, tan pronto una palabra o un signo del subordinado jerárquico le recuerde otras primacías de éste, y con ellas compromisos que se sobrepongan a los deberes y a los preceptos, que son norma de la función pública.

En resumen, y en cuanto cabe apreciar desde fuera por la experiencia que el ejercicio del poder facilita, y por el deber de vigilancia que impone, la guía para este problema parece ser la siguiente: ni sumisión ni lucha y sí defensa celosa y advertida de la autoridad, prestigio e independencia del Estado.

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