FIDELINO FUGUEIREDO.
BIOGRAFÍA
Fidelino de Figueiredo (1888-1967), ensayista, historiador, crítico literario, político, director de la Biblioteca Nacional portuguesa, fue ante todo un «coleccionador de angustias», un hombre que compartió las preocupaciones existenciales del hombre contemporáneo a las que quiso encontrar un sentido vital. De renombre internacional, fue pionero en su país en los estudios de teoría literaria y de literatura comparada, que entre otros frutos dio lugar a Pyrene (1935) un ensayo de filosofía literaria sobre la unidad espiritual de las literaturas ibéricas.
Fue un hombre mesurado, «ni conservador ni jacobino, sino crítico sereno, amante de la verdad, esforzado paladín de la causa de la inteligencia, y conocedor como pocos extranjeros de la historia de nuestra cultura y de la biología de nuestra política», según lo describía el historiador y matemático Francisco Vera. Exiliado en Madrid entre 1927 y 1929, pudo estrechar sus lazos de amistad con lo más granado de los intelectuales de nuestra Edad de Plata. De nuevo los avatares políticos le llevarían al exilio en Brasil (1938-1950), donde dejó una honda impronta y una pléyade de discípulos.
Con Las dos Españas (1932), Fidelino de Figueiredo (1888-1967) culminaba su interés por la historia de nuestro país. Escrito en otoño de 1931, cuando se alumbraban nuevas expectativas, el libro supone el mayor esfuerzo interpretativo de nuestra historia desde el lado portugués tras la Historia de la civilización ibérica de Oliveira Martins (1879), publicada también por Urgoiti. En él propone una personal interpretación de la tradicional dicotomía que dividía secularmente a nuestro país, y culmina su trabajo con una propuesta esperanzada de una tercera España que superara por fin este enfrentamiento, mediante la creación de una nueva ideología que propugnara la convivencia pacífica entre las dos Españas.
Migue de Unamuno y Jugo hará referencia a esta obra en un artículo publicado , el 11 de abril de 1933, en el diario Ahora. El artículo lleva por título "Esa revolución...", que reproducimos a continuación, igualmente indicamos el enlace que permite acceder al diario en su integridad. Es de reseñar que al pie del artículo, la dirección del periódico afirma que el autor, es decir, Miguel de Unamuno "expone un estado de conciencia que no comparte este periódico"·
DIARIO AHORA 11 DE ABRIL DE 1933Ahora (Madrid), 11 de abril de 1933, página 5
Esa revolución...
“¡Estamos haciendo la revolución!” o “¡Tenemos que acabar la obra revolucionaria!” O aquella tan socorrida, típica y tópica metáfora del cabalgar. Hay quien cree que hace galopar a su corcel —o lo que sea— entre ladridos; que lleva a su cabalgadura cuando es esta la que le lleva. Y va desbocada, que el pobre y torpe jinete no sabe manejar ni las riendas ni las espuelas.
Es como cuando se decía: “Nosotros, los que hemos traído la república...” Y la república —tengo que repetirlo una vez más— no la trajimos nosotros si no que ella nos trajo. O mejor nos la trajeron los otros, los no republicanos. Y así ahora esa revolución no la están haciendo los que dicen hacerla, si no que ella, la revolución, les hace a ellos y sobre todo les deshace. Porque ahora les está deshaciendo.
En el libro del portugués Fidelino de Figueiredo Las dos Españas que con buen acuerdo ha hecho publicar, traducido al castellano, el Instituto de Estudios Portugueses de la Universidad de Santiago de Compostela —libro del que he de dar aquí mismo más amplia noticia— se dice: “Y España, país de violencia, por segunda vez mudó su régimen político, incruentamente, por vía legal. Pero la innata necesidad de un sello de violencia, que crease una conciencia de vencedores y una situación de vencidos, satisficiéronla los conventos, las iglesias y sus tesoros artísticos vandálicamente destruidos por un formidable auto de fe.” ¡Muy bien! Pero, ¿es que con el artículo 26 de nuestra Constitución de papel se contiene o se encauza esa innata necesidad de violencia? ¿Es que el Parlamento es un embalse? El agua de avenida le desbordará; y los irreflexivos legisladores, jinetes de caballos desbocados, irán a derrumbarse en cascada, legisladores convertidos en revolucionarios a la fuerza, a su pesar, y arrastrados por la corriente. Y luego, con el agua al cuello, ahogándose en el torbellino, gritarán en las últimas boqueadas: “¡Estamos haciendo la revolución!” ¿Y después? La otra.
¡La necesidad de crearse una conciencia de vencedores! Necesidad que llevará a los incendiarios a quemar un día esa Constitución de papel y con ella los artículos 26 y 46. ¡Y cómo arderán! Para luego ponerse los ya concientes vencedores a defender el desorden establecido.
¿Habrá que recordar aquella doctrina marxista del determinismo histórico, de que son las cosas y no los hombres los que producen el movimiento histórico, de que el capitalismo terminaría en el colectivismo quiéranlo o no los hombres, sin ellos o contra ellos, como con ellos? ¿La concepción catastrófica de la lucha de clases, de la guerra civil económica? Concepción que empiezan a rechazar no pocos sedicentes socialistas que se han puesto a pensar mejor la historia. Ahora que los impenitentes liberales espiritualistas, los que creen que la historia es el reino —¡perdón! la república— de la libertad, estiman que el hombre es la primera y principal de las cosas, o sea causas; creen que los hombres hacen la historia y hacen las cosas. Y esta doctrina que unos llaman humanismo, otros la llaman individualismo, y otros personalismo. Y aun hay otra, y es la de los que sentimos que la historia es el pensamiento de Dios en la tierra de los hombres. A lo que los otros llaman delirios místicos si es que no frivolidades.
Realidad y personalidad. Realidad de “res”, cosa, y personalidad de persona, hombre. Hallándose el que esto escribe desterrado en Fuerteventura, recibió consejo de uno de los dirigentes —si es que algo dirigen— del marxismo ortodoxo español diciéndole que respecto a la dictadura primo-riberana, había que plegarse a la realidad. Y él, el dirigente, bien que se plegaba. Y hube de contestarle que pues yo creo en el poder del hombre sobre las cosas, de la personalidad sobre la realidad, me había llevado mi personalidad española al destierro dejándoles aquí la triste realidad. Y vi al fin el triunfo de la personalidad colectiva española sobre la realidad dictatorial. Y recuerdo esto ahora que otra realidad dictatorial —de eso que llaman derecha o de lo que llaman izquierda, ¿qué más da?— se cierne sobre nosotros. Y es la revolución esa que no la hacen, sino la sufren los hombres. Y no digo las personas porque no se puede llamar personas, individuos concientes de su personalidad, a los que incendian, pistolean, atracan, vociferan y motinean. Masas en el sentido físico de una masa de agua.
Y luego el que cree cabalgar. Como aquel que arrebatado por un huracán en un balandro se ponía a soplar la vela creyendo que así contribuía al huracán. Y después, al ir apuntando el alba, encendía una cerilla para ver salir el sol. ¡Toda una persona! Y tomaba por ladridos los embates de las olas contra el quebradizo casco del pobre balandro.
“¡Estamos haciendo la revolución!” ¿Cuál? ¿La del artículo “h”, o “x”, o “n” de la Constitución? ¿La de la reforma agraria? ¿La de la ley de congregaciones? ¿La de otra ley cualquiera de papel? No, la revolución es la otra; la revolución es la de los agentes ciegos y sordos de un instinto colectivo, la de la “innata necesidad de un sello de violencia”, la de los que quieren crearse “una conciencia de vencedores” ya que carecen de conciencia alguna. La voluntad de poder que dijo Nietzsche, y que en las muchedumbres es voluntad de destrucción. Y luego esos mismos, fuerzas ciegas, se volverán contra lo que ahora se les antoja erigir. De la misma muchedumbre que grita: “¡abajo el fascio!” saldrán los fajistas. Vendrá la resaca, vendrá el golpe de retroceso. Es ley de mecánica social como lo es de mecánica física.
¿Y quién se salvará de esa mecánica, de ese determinismo de la realidad? El que tenga fe en el espíritu, en la personalidad, en la libertad. Como los revolucionarios a su pesar y a la fuerza, también él se verá arrastrado en el torbellino. Los revolucionarios a la fuerza, por que no supieron retirarse del poder —poder aparente— al ver que desde él no podían encauzar el torbellino y luego, ya en éste, ¿qué van a hacer? Pero el que tenga fe en el espíritu, es decir, en la libertad, aunque perezca también ahogándose en el torbellino, podrá sentir, en sus últimas boqueadas, que salva en la historia su alma, que salva su responsabilidad moral, que salva su conciencia. Su aparente derrota será su victoria.
Y luego. Dios dirá.
Miguel de UNAMUNO
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