MIGUEL DE UNAMUNO. REPUBLICA ESPAÑOLA Y ESPAÑA REPUBLICANA.

                                        



                                          REPÚBLICA  ESPAÑOLA  

     Y ESPAÑA REPUBLICANA

                                                   El Sol (Madrid), 16 de julio de 1931

                                                         MIGUEL DE UNAMUNO





ENLACE

¡Qué hambre de soledad, Dios mío, qué hambre de soledad se le mete a uno hasta el tuétano del alma social ―y no hay otra― en este torbellino de sociedad disociativa! Soledad, santa soledad en que vivir de recuerdos y de esperanzas sociales. Hambre de estar a solas con todo el Universo humano, que no es diferencial. Pero… apeémonos, y “llaneza, hermano, llaneza”. Al llano, pues. ¿Se va a estar siempre haciendo de profeta, o qué?

¡Ahora hay que consolidar la República! ―oigo―. Y me digo: “Ahora hay que consolidar, esto es, hay que consolidar a España”. Porque en tanto oír hablar de la República española apenas se oye hablar de España, sin adjetivos. Y piense el lector si es lo mismo República española que España republicana.

A consolidarla, pues, a consolidarla, no sea que se nos liquide. Y en liquidación de quiebra, que sería lo peor.

¿Juego de palabras? ¿Gramatiquerías? Jugar con palabras suele ser jugar con fuego. Por palabra de más o de menos se matan los hermanos, o, lo que es peor, se niegan la hermandad. Y no es tan ocioso saber distinguir entre lo adjetivo y lo sustantivo. En el llamado antiguo régimen se llegó a decir que la patria y la Monarquía eran consustanciales; pero en este llamado nuevo se empieza a pensar ―pensar es decirse algo― que son consustanciales la patria y la República. Y todo esto de la consustancialidad no es más que mitología, teológica o ateológica ―total… ¡pata!―. ¡La de hogueras que encendió eso de la consustancialidad! Y sigue.

No, ni la Monarquía ni la República son sustancias, sino formas, y ni siquiera formas sustanciales, como los escolásticos le llamaban al alma, de la que decían que era la forma sustancial del cuerpo. ¿Es acaso una Monarquía, es una República la forma sustancial del cuerpo de la patria, del territorio nacional, del santo campo patrio en que reposan los restos de los que nos hicieron? Si es caso, lo sería el imperio. Porque el imperio, sí: el imperio puede llegar a ser forma sustancial de una patria. Lo que no quiere decir que llegue a ello siempre. Hay imperialismos insustanciales. Y teatrales. O, mejor, histriónicos. Sin que se olvide que el Imperio romano, el de los Césares, siguió llamándose República. Y que hoy hay Repúblicas, ya que no imperiales, imperialistas.

“¿Monarquía? ¿República? ¡Cataluña!” ―dijo Cambó―. “¿Monarquía? ¿República? ¡España!” ―digamos―. Y a consolidarla, o sea a con-soldarla. Que lo que hoy busca España, de la que apenas hablan sus hijos, es su religión civil española, su ciudadanía universal o divina, sobre-humana.

“¿Es España una nación?” ―me preguntaba un lego en Historia―. Y le dije: “España es internacional, que es modo universal de ser más que nación, sobre-nación.” Un conglomerado de republiquetas no es nada universal si no se eleva a imperio. Y no achiquemos nación a un sentido lugareño, de lugar más o menos rico en vecindario, pues ni vecino es, sin más, ciudadano.

No, no se puede sacrificar España a la República. Ni vayamos a caer en supersticiosas prácticas litúrgicas y mitológicas. Hace poco oíamos hablar de la bandera monárquica, llamándole así a la roja y gualda, la que empezó siendo de la Casa de Aragón y Cataluña, y lo fue de la República de 1873. La de la Casa de Borbón es la actual de la República Argentina. Y esta otra tricolor, roja, gualda y morada, ni sé quien la inventó ni cuándo, ni me importa mucho saberlo. Es asunto de familia…

¡Y lo que apasionan estas liturgias, zapatos nuevos para niños! Es como la heterografía. Pues hay una España con ñ, otra Espanya con ny, y hasta he leído en un escrito gallego una Hespaña, por no atreverse a escribirlo del todo a la portuguesa: Hespanha. ¡Y triste mirar estas niñería! ¡Pobre España nuestra, la de todos los españoles universales, sobrenacionales, la de nuestro verbo imperial, la que lanzó al cielo ultramarino aquel “¡tierra!” al columbrar la América que nos esperaba!

¡Qué hambre de soledad, Dios mío, qué hambre de soledad en que ensoñarme en mi Ciudad de Dios española, la de nuestro abolengo universal, la que está acaso gestando nuestro nietos universales, de cuando se nos haya caído esta sarna de resentimientos lugareños que nos corroe, este bocio de aldeanerías inciviles! Y cuenta, no se olvide, que hay aldeas y lugares millonarios







Comentarios