PAUL VALÉRY: DISCURSO SOBRE LA HISTORIA
PAUL VALERY
DISCURSO SOBRE LA HISTORIA
Paul Valéry (1871-1945), a quien es inútil presentar, pronunció este discurso en la solemne distribución de premios del Liceo parisino Janson-de-Sailly, el 13 de julio de 1932. El texto fue publicado en el mismo año por las Presses Modernes, y luego reeditado bajo el título de “El hecho histórico”, en 1934, en el tomo D de sus Obras, Variété, vol. I, pp. 153-165.
Queridos muchachos:
Les contaré primero el recuerdo de un recuerdo: el discurso tan notable y completo que acabamos de oír me ha recordado una pequeña escena que antaño me refirió el gran pintor Degas.
Me dijo que un día, siendo muy niño, su madre lo llevó por la calle de Tournon a visitar a la Sra. Le Bas, la viuda del famoso convencionista que se mató de un balazo el 9 termidor.
Terminada la visita, se retiraban paso a paso, acompañados hasta la puerta por la anciana, cuando la Sra. Degas se detuvo en seco, vivamente conmovida. Soltando la mano de su hijo, señaló los retratos de Robespierre, de Couthon, de Saint-Just, que acababa de reconocer en los muros del vestíbulo, y no pudo contener un grito de horror: “¡Cómo!… ¡¿Todavía guardan aquí las caras de esos monstruos?!” “¡Cállate, Célestine! –replicó ardientemente la Sra. Le Bas– ¡Cállate!… ¡Eran unos santos!”
Como ven, queridos muchachos, esto se relaciona tácitamente con lo que nos decía el Sr. Lanson. En pocas palabras, su maestro les ha hecho presente y palpitante el contraste de los sentimientos de algunos historiadores de primera línea respecto de los hombres y de los acontecimientos de la Revolución Francesa. Les ha hecho ver que esos conocedores del Terror se entendían entre sí, precisamente como Danton se entendía con Robespierre, aunque con consecuencias menos rigurosas. No digo que las emociones del alma no sean tan absolutas entre los escritores como lo son entre quienes actúan, sino que, en tiempos normales, la guillotina, afortunadamente, no está a disposición de los historiadores.
Con todo, no les voy a ocultar que, si bien el sentido profundo de las querellas especulativas y las polémicas, incluidas las literarias, fuese objeto de indignación y proseguido en los corazones a través de un análisis lo suficientemente encarnizado, no existe duda alguna de que en la raíz de nuestras opiniones y nuestras tesis preferidas se encontraría quién sabe qué principio que nos impulsara a adoptar decisiones implacables, quién sabe qué obscura y ciega voluntad de tener razón mediante la exterminación del adversario. Las convicciones son cándida y secretamente asesinas.
Así pues, han visto ustedes mediante la comparación de citas y fórmulas precisas; de qué forma espíritus diferentes, a partir de los mismos datos, ejerciendo sobre los mismos documentos sus virtudes críticas y su talento de organización imaginativa –y, por lo demás, animados (así lo espero) por un deseo idéntico de dar con la verdad–, a pesar de todo, se dividen, se oponen, se rechazan, casi con tanta violencia como las facciones políticas.
Historiadores o partidarios, hombres de estudio, hombres de acción, llegan a ser, a medias concientemente, a medias inconcientemente, incalculablemente sensibles hacia ciertos hechos o hacia ciertos rasgos –y perfectamente insensibles a otros que contrarían o arruinan sus tesis–; y ni siquiera el grado de cultura de esos espíritus ni la solidez o plenitud de su saber, ni aun su lealtad ni su hondura parecen tener la mínima influencia sobre lo que podría llamarse su capacidad de disentimiento histórico.
Ya sea que escuchemos a la Sra. Degas o a la Sra. Le Bas, o al noble, puro y tiernamente severo Joseph de Maistre, o bien al grande y ardiente Michelet, o a Taine o Tocqueville, o al Sr. Aulard o al Sr. Mathiez, otras tantas personas, otras tantas certezas, otras tantas miradas, otras tantas lecturas de los textos, cada historiador de la época trágica nos brinda una cabeza cercenada que es el objeto de sus preferencias.
¿Qué puede haber de más notable que el hecho de que tales desacuerdos persistan, pese a la cantidad y a la calidad del trabajo invertido sobre los mismos vestigios del pasado, de que hasta se acusen entre sí, y de que los ánimos se endurezcan cada vez más y se separen unos de otros, gracias al mismo trabajo que debería llevarlos al mismo juicio?
Por más que se intente acrecentar el esfuerzo, variar los métodos, ensanchar o restringir el campo de estudio, examinar las cosas desde muy arriba o penetrar la estructura secreta de una época, analizar los archivos de los particulares, los documentos de familia, las actas privadas, los periódicos de la época, los bandos municipales, esos diversos acontecimientos no convergen, no encuentran una idea única como lindero. Cada uno tiene como límite la naturaleza y el carácter de sus autores, y de todo esto sólo se obtiene una evidencia, a saber: la imposibilidad de separar al observador de la cosa observada y a la historia del historiador.
Hay, empero, puntos en que conviene todo mundo. Existen en todos los libros de historias ciertas proposiciones en torno a las cuales coinciden los actores, los testigos, los historiadores y los partidos. Se trata de momentos excepcionales, de verdaderos accidentes; y el conjunto de esos accidentes, de esas llamativas excepciones, constituye la parte incontestable del conocimiento del pasado. Esos accidentes de la afinidad, esas coincidencias de consenso definen los “hechos históricos”, pero no los definen integralmente.
Todo el mundo conviene en que Luis XIV murió en 1715. Pero en 1715 sucedió tal infinidad de otras cosas observables que sería necesaria una infinidad de palabras, de libros y aun de bibliotecas para conservarlas por escrito. Así pues, es preciso elegir, es decir, convenir no solamente en la existencia sino también en la importancia del hecho; y esta convención resulta capital. Convenir en la existencia significaba que los hombres sólo pueden creer en lo que les parece aquejado de humanidad, y que consideran su acuerdo como algo tan improbable que les permite eliminar su personalidad, su instinto, sus intereses, su visión singular: fuentes de error y de falsificación. Pero, como no podemos retener todo y es necesario trascender del infinito de hechos mediante un juicio sobre su utilidad ulterior relativa, la decisión sobre la importancia introduce en la obra histórica, de nuevo, e inevitablemente, precisamente aquello que acabábamos de intentar eliminar. Como dirían los camaradas de Filosofía, la importancia es muy subjetiva. La importancia depende de nuestra discreción, como está muestra el valor de los testimonios. Se puede pensar razonablemente que el descubrimiento de las propiedades de la quinina es más importante que tal tratado concluido hacia la misma época; y, en efecto, en 1932, las consecuencias de tal instrumento diplomático pueden haberse perdido completamente y estar como difusas en el caos de los acontecimientos, mientras que la fiebre sigue siendo reconocible, las regiones palúdicas del globo terráqueo son visitadas o explotadas cada vez más y la quinina fue quizás indispensable para la exploración y ocupación de toda la Tierra, lo cual, a mis ojos, es el hecho dominante de nuestro siglo.
Vean cómo, yo también, establezco mis convenciones de importancia.
La historia, por lo demás, exige y entraña muchas otras tomas de partido. Por ejemplo: entre las reglas de su juego hay una en la que tan fácilmente se cree que es en sí misma significativa, y utilizable sin ninguna precaución, que me tocó provocar un escándalo por haber querido, hace algún tiempo, buscar su expresión exacta.
¿Me atrevería a hablarles a ustedes de la Cronología, antaño cruel reina de los exámenes? ¿Me atrevería a perturbar la joven noción que tienen ustedes de la causalidad, a recordarles el antiguo sofisma: Post hoc, ergo propter hoc (1), que desempeña un hermoso papel en la historia? ¿Voy a decirles que la consecuencia de las milésimas tiene el gran y restringido valor del orden alfabético y que, además, la sucesión de los acontecimientos o su simultaneidad sólo tienen sentido en cada caso en particular y en los ámbitos donde esos acontecimientos pueden, bajo la mirada de alguien, actuar o repercutir unos sobre otros? Me daría miedo suscitar el asombro, el rechazo, si insinuara ante ustedes que un Micromegas que vagara al azar en el Tiempo y que cayera de la antigua Alejandría, tomada en el momento de mayor esplendor, en un caserío africano o en alguna aldea de la Francia actual, tendría necesariamente que suponer que la brillante capital de los Ptolomeos es tres o cuatro mil años posterior a la aglomeración de casuchas o chozas cuyos habitantes son nuestros contemporáneos.
Todas estas convenciones resultan inevitables. Sólo critico la negligencia que no las hace explícitas, conscientes, sensibles al espíritu. Lamento que no se haya hecho por la historia lo que las ciencias exactas hicieron sobre sí mismas, cuando revisaron sus fundamentos, investigaron sus axiomas con el mayor de los escrúpulos, enumeraron sus postulados. Sucede acaso que la historia es ante todo musa, y que se prefiere que lo sea. Entonces, nada tengo que decir... Honro a las musas.
Resulta también que el Pasado es algo completamente mental. Solamente es imágenes y creencia. Obsérvese que nos valemos de una suerte de procedimiento contradictorio para formarnos los diversos rostros de las diferentes épocas: de una parte, tenemos necesidad de la libertad de nuestra facultad de fingir, de vivir vidas diferentes a la nuestra; de la otra, nos es imprescindible contrariar esa libertad para poder tomar en cuenta los documentos y nos restringimos a ordenar, a organizar lo que fue mediante nuestras fuerzas y nuestras formas de pensamiento y atención, que son cosas esencialmente actuales. Observen esto en ustedes mismos: cada vez que la historia los conmueve, cada que piensan históricamente, cada que se dejan seducir para revivir la aventura humana de alguna época pasada, el interés que tienen en ello se apoya por completo en el sentimiento de que las cosas podrían haber sido enteramente distintas, resultar de una manera totalmente distinta. A cada momento le suponen otro momento siguiente, diferente al que siguió; en cada presente imaginario en el que ustedes se sitúan, conciben otro porvenir diferente al que se hizo realidad.
“¿SI Robespierre hubiese triunfado? ¿SI Grouchy hubiese llegado a tiempo al campo de batalla en Waterloo? ¿SI Napoleón hubiese tenido la marina de Luis XVI y algún Suffren…?” SI… Siempre SI.
Esta pequeña conjunción si está cargada de sentido. Quizás en ella reside el secreto del vínculo más íntimo de nuestra vida con la historia. Comunica al estudio del pasado la ansiedad y la tensa espera que nos definen el presente. Da a la historia la fuerza de las novelas y de los cuentos. Nos hace participar de ese suspenso ante lo incierto en que consiste la sensación de las grandes vidas, la de las naciones durante la batalla en que su destino se juega, la de los ambiciosos a la hora en que ven que la hora siguiente será la de la corona o la del cadalso, la del artista que va a desvelar su mármol o a dar la orden de quitar los andamios y puntales que todavía sostienen su edificio…
Si se abstrae de la historia ese elemento de tiempo vivo, vemos que su propia sustancia, la historia… pura, la que sólo estará compuesta de hechos, de esos hechos incontestables de los que hablo, sería completamente insignificante, puesto que, por sí mismos, los hechos no tienen significación. A menudo les dicen a ustedes: Esto es un hecho. Inclínense ante los hechos. Es decir: crean. Crean, pues aquí el hombre no ha intervenido y son las cosas mismas las que hablan. Es un hecho.
Sí, pero, ¿qué hacer con un hecho? Nada se parece más a un hecho que los oráculos de la Pitia o, bien, a esos sueños regios donde los José y los Daniel dan explicaciones, en la Biblia, a los monarcas aterrorizados. En historia, como en cualquier otra materia, lo que es positivo es ambiguo. Lo que es real se presta a una infinidad de interpretaciones.
Por eso son igualmente posibles un de Maistre o un Michelet; y por eso, quizá, cuando ellos especulan sobre el pasado, se asemejan a oráculos, a adivinos, a profetas, de cuya talla comparten y cuyo sublime lenguaje toman prestado, a pesar de que confieren a lo que fue toda la vital profundidad que sólo pertenece verdaderamente al futuro.
De esta suerte, volver a ver y prever, recobrar el pasado y presentir, se parecen mucho dentro de nosotros, que sólo podemos oscilar entre imágenes, y cuyo presente eterno es como un ir y venir entre hipótesis simétricas, una que nos supone el pasado, la otra que nos propone un porvenir.
Ustedes a quienes veo ante mí, queridos muchachos, me llevan igualmente a reflexionar tanto en tiempos que no veré como en tiempos que ya no volveré a ver. Los veo y me vuelvo a ver, en esa edad, y tengo la tentación de prever.
Les he hablado demasiado extensamente sobre la historia, y ya iba a olvidar decirles lo esencial, a saber: el mejor método para hacerse una idea del valor y el uso de la historia –la mejor manera de aprender a leerla y a usarla– consiste en tomar como tipo del conocimiento acontecimientos consumados, la propia experiencia, y en tomar del presente el modelo de nuestra curiosidad por el pasado. Lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que hemos experimentado en persona, lo que fuimos, lo que hicimos, eso es lo que debe proporcionarnos el cuestionario, deducido de nuestra propia vida, que propondremos a la historia que llene y al que ella deberá afanarse por responder cuando la interroguemos sobre los tiempos que nosotros no hemos vivido. ¿Cómo se podía vivir en tal época? Ahí está, en el fondo, toda la cuestión. Todas las abstracciones y nociones que pueden encontrar en los libros son vanas si no se les da a ustedes el medio de reencontrarlas a partir del individuo.
Pero al considerarse a sí mismo, históricamente –subespecie Historiae–, uno se ve llevado a cierto problema, de cuya solución va a depender de inmediato nuestro juicio sobre el valor de la Historia. Si la Historia no se reduce a una distracción del espíritu, es que esperamos obtener enseñanzas de ella. Pensamos poder deducir del conocimiento del pasado alguna presciencia del futuro.
Remitamos entonces esta pretensión a la historia de nosotros mismos y, si ya hemos vivido algunas decenas de años, intentemos comparar lo que ha pasado con lo que podíamos esperar, el acontecimiento con la previsión.
En 1887 estaba en clase de Retórica (desde entonces la Retórica se ha transformado en preparatoria: un gran cambio del que ya podríamos extraer una reflexión infinita). Y, bien, me pregunto ahora: ¿qué se podía prever en el 87 –hace cuarenta y cinco años– de lo que ha ocurrido desde entonces?
Observen que estamos en las mejores condiciones de la experiencia histórica. Poseemos una cantidad de datos quizás excesiva: libros, periódicos, fotografías, recuerdos personales, testigos todavía muy numerosos. La Historia, en general, no se construye con tal lujo de materiales. Entonces, ¿qué se podía prever? Me limito a plantear el problema.
Únicamente les indicaré ciertos rasgos de la época en que yo cursaba mi Retórica. Por esa época había en las calles gran cantidad de animales, que ya solamente se ven apenas en los hipódromos, y ninguna máquina (observemos en este punto que, según ciertos eruditos, el uso del caballo como tractor sólo entra en la práctica hacia el siglo XIII y libera a Europa del porte, sistema que exige esclavos; esta comparación les hace concebir el automóvil como “hecho histórico”).
En ese mismo 1887 el aire estaba rigurosamente reservado a los verdaderos pájaros. La electricidad todavía no había perdido el hilo. Los cuerpos sólidos eran todavía muy sólidos. Los cuerpos opacos eran todavía completamente opacos. Newton y Galileo reinaban en paz; la física era feliz y sus puntos de referencia absolutos. El Tiempo corría en días apacibles: todas las horas eran iguales ante el Universo. El Espacio gozaba con ser infinito, homogéneo y perfectamente indiferente a todo lo que sucedía en su augusto seno. La Materia se sentía transportada por tantas leyes justas y buenas y no tenía ni la más mínima sospecha de que pudiese cambiar en la extrema pequeñez, hasta perder, en ese abismo de división, la noción misma de ley…
Todo eso es ya sólo sueño y humo. Todo eso se ha transformado como el mapa de Europa, como la superficie política del planeta, como el aspecto de nuestras calles, como mis camaradas de liceo, los que todavía viven y que, habiendo dejado más o menos bachilleres, los vuelvo a encontrar como senadores, generales, decanos o presidentes, o miembros del Instituto.
Estas últimas transformaciones se podrían haber previsto, pero, ¿las otras? El sabio más grande, el filósofo más profundo, el político más calculador de 1887, ¿hubieran podido siquiera soñar en lo que vemos hoy en día, después de cuarenta y cinco miserables años? No se concibe siquiera qué operaciones del espíritu, tratando toda la materia histórica acumulada en el 87, habrían podido deducir del conocimiento, aun el más sabio, del pasado, una idea, aun groseramente aproximativa, de lo que es 1932.
Por eso me abstendré de profetizar. Siento demasiado, y lo he dicho en otro lugar, que entramos en el futuro andando hacia atrás como los cangrejos. Esa es, para mí, la más cierta y más importante lección de la Historia, pues la Historia es la ciencia de las cosas que no se repiten. Las cosas que se repiten, las experiencias que se puede rehacer, las observaciones que se superponen, pertenecen a la Física y, en cierta medida, a la Biología.
Pero no vayan ustedes a creer que es infructuoso el que meditemos en el pasado en lo que tiene de terminado. Él nos muestra, en particular, el asiduo fracaso de las previsiones demasiado precisas; y, en cambio, las grandes ventajas de una preparación general y constante, que, sin pretender engendrar o desafiar los acontecimientos –los que son invariablemente sorpresas o, bien, que generan consecuencias sorprendentes–, permite al hombre maniobrar cuanto antes contra lo imprevisto.
Van entrando ustedes a la vida, muchachos, y se encuentran enfrascados en una época muy interesante. Una época interesante es siempre una época enigmática, que apenas si promete reposo, prosperidad, continuidad, seguridad. Estamos en una edad crítica, es decir, en una edad en la que coexisten muchísimas cosas incompatibles, de las cuales ni unas ni otras pueden ni desaparecer ni triunfar. Es tan complejo y tan nuevo este estado de cosas que nadie hoy puede jactarse de comprender nada; lo que no quiere decir que nadie se jacte de ello. Todas las nociones que dábamos por sólidas, todos los valores de la vida civilizada, todo lo que mantenía la estabilidad de las relaciones internacionales, todo lo que mantenía la regularidad del régimen económico, en una palabra, todo lo que limitaba muy afortunadamente la incertidumbre del mañana, todo lo que daba a las naciones y a los individuos alguna confianza en el día de mañana, todo ello es hoy puesto en duda. He consultado todos los augurios (de todas las clases) que he podido encontrar y sólo he escuchado palabras muy vagas, profecías contradictorias, afirmaciones curiosamente endebles. Jamás la humanidad ha reunido tanto poder con tanto desasosiego, tanta inquietud y tantos juguetes, tantos conocimientos y tantas incertidumbres. La inquietud y la futilidad se reparten nuestros días.
A ustedes les corresponde ahora, queridos muchachos, abordar la existencia y, muy pronto, los negocios. Tarea no falta. En las artes, en las letras, en las ciencias, en las cosas prácticas, en la política, en fin, ustedes pueden, deben considerar que es necesario volver a pensar todo y reemprenderlo. Va a ser necesario que confíen en ustedes mismos mucho más de lo que nosotros tuvimos que hacerlo. Tienen, entonces, que armar su espíritu; lo cual no quiere decir que baste con instruirse. De nada sirve poseer lo que ni siquiera se sueña en utilizar, en anexar al pensamiento. Existen tantos conocimientos como palabras. Un vocabulario restringido, pero con el que se sabe formar numerosas combinaciones, vale más que treinta mil vocablos que no hacen sino estorbar los actos del espíritu. No voy a ofrecerles consejos. Sólo hay que dar consejos a las personas muy viejas, de lo cual suele encargarse la juventud. Déjenme, sin embargo, rogarles que escuchen todavía una o dos observaciones.
La vida moderna tiende a ahorrarnos el esfuerzo intelectual como nos ahorra el esfuerzo físico. Reemplaza, por ejemplo, la imaginación por las imágenes, el razonamiento por los símbolos y los letreros, o bien por mecanismos; y, a menudo, por nada. Nos ofrece todas las facilidades, todos: todos los atajos más cortos para llegar a la meta sin haber andado el camino. Y eso es excelente; pero también es muy peligroso. Se combina con otras causas, que no voy a enumerar, para reproducir –como yo diría– cierta disminución general de los valores y los esfuerzos en el orden del espíritu. Quisiera equivocarme, pero, desgraciadamente, mi observación se fortalece con aquellas que hacen otras personas. Al haber disminuido la necesidad del esfuerzo físico gracias a las máquinas, el atletismo ha venido muy afortunadamente a salvar y aun exaltar al ser muscular. Tal vez sería necesario reflexionar en la utilidad de hacer por el espíritu lo que se ha hecho por el cuerpo. No me atrevo a decirles que todo lo que no exige ningún esfuerzo no es sino tiempo perdido. Pero hay ciertos átomos de verdad en esta fórmula atroz.
Y aquí va, finalmente, mi última palabra: la historia, me temo, casi no nos permite prever; pero asociada a la independencia del espíritu puede ayudarnos a ver mejor. Observen bien el mundo actual y observen a Francia. Su situación es singular: es fuerte y es considerada poco amigablemente. Es importante que sólo cuente consigo misma. Y es aquí donde la historia interviene para enseñarnos que nuestras querellas intestinas siempre nos han sido fatales. Cuando Francia se siente unida, no vale la pena emprender nada contra ella.
NOTAS
(1)Después de esto, por lo tanto debido a esto,
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