ALCALÁ-ZAMORA (I, II y III) JESÚS LAINZ

Alcalá-Zamora (I): De la monarquía a la república










ENLACE

Niceto Alcalá-Zamora nació en la localidad cordobesa de Priego en 1877. De acomodada familia de propietarios rurales y jurista de formación, ingresó por oposición en el Consejo de Estado. Simpatizante desde joven del Partido Liberal, salió elegido diputado por primera vez en 1906. Se distinguió por su capacidad oratoria y ejerció de ministro de Fomento en 1917-18 y de Guerra en 1922-23.

Opuesto a Miguel Primo de Rivera, renunció al puesto de consejero de Estado que le ofreció en 1928 por su condición de exministro. Le expresó por escrito su rechazo y aprovechó para recomendarle su dimisión y para acusar al rey de haber cometido perjurio al haber violado gravemente la Constitución. Se difundieron por toda España miles de ejemplares de la carta, lo que le procuró gran notoriedad. Esta coherencia le permitiría afear años más tarde al PSOE su oportunismo por no haber tenido inconveniente en gozar durante la dictadura del doble privilegio de haber sido el único partido tolerado y de que Largo Caballero hubiese ocupado un puesto en el Consejo de Estado.

El 13 de abril de 1930, sustituido Primo de Rivera por el general Dámaso Berenguer, Alcalá-Zamora pronunció un histórico discurso en Valencia en el que declaró la retirada de su apoyo a Alfonso XIII y reivindicó una república según el modelo francés, discurso que repitió en varias provincias y que, según su compañero de partido Miguel Maura, “acrecentó en progresión geométrica el entusiasmo popular por la república”.

Cuatro meses después participaría en el Pacto de San Sebastián en representación de Derecha Liberal Republicana, recién fundada por él y Maura. De aquella reunión salió como presidente del comité ejecutivo, antecedente del Gobierno provisional de la República que efectivamente presidiría tras la caída de la Monarquía el 14 de abril.

Tras el fracasado cuartelazo de Jaca en diciembre de 1930, los conspiradores republicanos fueron condenados a seis meses de prisión, leve pena inmediatamente sustituida por la libertad condicional. Pero antes de su liberación sucedió un hecho singular que demostró que la Monarquía ya estaba muerta. Pues José Sánchez Guerra, encargado por el rey de formar gobierno tras la destitución de Berenguer, se presentó en la cárcel Modelo para rogar a los golpistas presos que accediesen a ser sus ministros. Rechazado el ofrecimiento, al cabizbajo Sánchez Guerra sólo le quedó poner su cargo en manos del rey, que designó al almirante Juan Bautista Aznar como presidente del que sería el último gobierno de la Monarquía.

Pocas semanas después, Alcalá-Zamora protagonizaría su capitulación durante la histórica entrevista con Romanones en el despacho de Marañón, en la que exigió la salida del rey “antes de que se ponga el sol”. Aquel mismo día fue nombrado presidente del Gobierno provisional de la República, cargo que ejercería hasta octubre, cuando abandonó el gobierno por su desacuerdo con los artículos anticlericales de la Constitución.

“Se procuró legislar obedeciendo a teorías, sentimientos o intereses de partido, sin pensar en esa realidad de convivencia patria, sin cuidarse apenas de que se legislaba para España, como si ésta surgiese de nuevo, o la Constitución fuese a regir en otro país, o sea indiferente la condición de aquél que se la dé o vaya a practicarla. El criterio decisivo estaba en reaccionar contra lo que existiese (…) con propósito sistemático de hacer tabla rasa de cuanto fuera una realidad y una tradición política española”.  (Los defectos dela Constitución de 1931)

Su acusación más grave fue la voluntad izquierdista de convertir la Constitución en un trágala para “mortificar, agredir e injuriar” a la derecha, lo que, según él, convirtió la norma suprema en una invitación a la guerra civil. No en vano el diputado radical-socialista Álvaro de Albornoz declaró durante el debate constituyente que no había que concebir la Constitución como una transacción entre todos los partidos, sino como una imposición de la izquierda sobre la derecha, aun al precio de una posible guerra civil:

“No más transacciones con el enemigo irreconciliable de nuestros sentimientos y nuestras ideas. Si estos hombres creen que pueden hacer la guerra civil, que la hagan: eso es lo moral, eso es lo fecundo: el sello de nuestra Constitución y de nuestra República no puede ser otra cosa”. (En el diario de sesiones del Congreso de 9 de octubre de 1931 y durante el debate del artículo 3º del proyecto constitucional)

Sobre estas palabras anotaría años después Alcalá-Zamora:

“¡Se hizo una Constitución que invoca a la guerra civil desde lo dogmático, en que impera la pasión sobre la sociedad justiciera! ¡No en vano en alguna discusión famosa, durante el debate constitucional, en nombre del partido que pesó más dañosamente para los rumbos de la política, se entonó lírico canto invocando, provocando, a la guerra civil!”.

A pesar de su desagrado por la Constitución, dos meses después de su dimisión como presidente del Gobierno provisional fue elegido presidente de la República. No comenzó con buen pie el nuevo régimen, ultrajado con sólo un mes de vida por la primera quema de iglesias y conventos. El presidente acusó a Azaña de haber sido el principal responsable por haber impedido el envío de la Guardia Civil para reprimir a los incendiarios con el famoso argumento de que “la vida de un republicano vale más que todos los conventos de Madrid”. Así describiría aquellos episodios en sus memorias:

“Para la República fueron desastrosos: le crearon enemigos que no tenía; quebrantaron la solidez compacta de su asiento; mancharon un crédito hasta entonces diáfano e ilimitado (…) Pero de momento los partidos de izquierda aprovecharon mezquinos para fines de provecho inmediato el odioso hecho, alegando que reflejaba indignaciones del sentimiento popular”.

Aunque consideró que la masonería no había sido responsable directa de los desmanes, deploró su desmesurada influencia a través de numerosos políticos sujetos a su obediencia –de los trece ministros del gobierno surgido tras las elecciones de febrero de 1936, nueve eran masones–, influencia que utilizó “para toda la inspiración funestamente sectaria en lo irreligioso, tanto de la Constitución cuanto de las las leyes que la desenvolvieron y la agravaron, todas ellas evidentemente de inspiración masónica”:

“En suma, la masonería ayudó muy poco, perturbó bastante y dañó mucho a la República. En su acción sobre los individuos, no creo que a nadie lo haya hecho mejor de lo que por sí ya fuese; y en cambio he visto varios casos de personalidad contradictoriamente desdoblada, en los cuales el hombre quería seguir siendo noble y leal, pero el masón resultaba falso e ingrato. Mi impresión resumida es la de una fuerza que en cuanto tiene de inofensivo no es seria y en lo serio no es inofensiva”.

La Constitución le otorgó amplios poderes, lo que provocó frecuentes choques con los presidentes de los sucesivos gobiernos, especialmente con Lerroux y Azaña, por los que experimentó profunda antipatía. Siempre temeroso de que le acusaran de derechista y dispuesto a cualquier cesión con tal de ganarse las simpatías de la izquierda, desconfió de Gil Robles y de su CEDA por considerarlo un partido de dudosa fidelidad republicana. Por eso, a pesar de haber sido el partido más votado en las elecciones de noviembre de 1933, el presidente hizo todo lo posible por evitar que se hiciese cargo del Gobierno, dejándolo en manos del Partido Radical de Lerroux. Estas maniobras acabarían desembocando en la convocatoria anticipada de elecciones para febrero de 1936, lo que provocaría el triunfo fraudulento del Frente Popular y la cuesta abajo hacia la guerra. Así diagnosticó la enfermedad que acabaría provocando la caída de la República: la intención de la izquierda de considerarse la única legitimada para gobernarla:

“Se propendió desde el verano de 1931 y en los dos años siguientes a hacer de la República, más que una sociedad abierta a la adhesión de todos los españoles, una sociedad estrecha, con número limitado de accionistas y hasta con bonos privilegiados de fundador”.

Esa concepción patrimonial del régimen traería como consecuencia la inclinación de la izquierda a dar golpes de Estado cuando los resultados electorales no cumplieran sus deseos. Así sucedió cuando la derecha ganó las elecciones de 1933:

“Tan pronto como se conocieron los resultados del primer escrutinio, empezaron a proponérseme y a pedírseme golpes de Estado por los partidos de izquierda (…) Nada menos que tres golpes de Estado con distintas formas y un solo propósito se me aconsejaron en veinte días”.

El primero se lo propuso el radical-socialista Juan Botella, ministro de Justicia. El segundo, su camarada Félix Gordón, ministro de Industria, secundado por Azaña, Casares Quiroga y Domingo. Y el tercero, el socialista Negrín, que le aconsejó “un gobierno de extrema izquierda con disolución de las nuevas Cortes, pero aplazada mientras se elaboraba otra ley electoral que asegurase el triunfo de aquellos partidos”. 




En la primavera de 1936, recién sustituido en la jefatura del Estado por Manuel Azaña, escribió el ensayo Los defectos de la Constitución de 1931. Subrayó entre ellos su tendencia colectivista y socializante, el anticatolicismo feroz y la subordinación de la realidad nacional a los esquemas ideológicos izquierdistas:

“Se procuró legislar obedeciendo a teorías, sentimientos o intereses de partido, sin pensar en esa realidad de convivencia patria, sin cuidarse apenas de que se legislaba para España, como si ésta surgiese de nuevo, o la Constitución fuese a regir en otro país, o sea indiferente la condición de aquél que se la dé o vaya a practicarla. El criterio decisivo estaba en reaccionar contra lo que existiese (…) con propósito sistemático de hacer tabla rasa de cuanto fuera una realidad y una tradición política española”.

Su acusación más grave fue la voluntad izquierdista de convertir la Constitución en un trágala para “mortificar, agredir e injuriar” a la derecha, lo que, según él, convirtió la norma suprema en una invitación a la guerra civil. No en vano el diputado radical-socialista Álvaro de Albornoz declaró durante el debate constituyente que no había que concebir la Constitución como una transacción entre todos los partidos, sino como una imposición de la izquierda sobre la derecha, aun al precio de una posible guerra civil:

“No más transacciones con el enemigo irreconciliable de nuestros sentimientos y nuestras ideas. Si estos hombres creen que pueden hacer la guerra civil, que la hagan: eso es lo moral, eso es lo fecundo: el sello de nuestra Constitución y de nuestra República no puede ser otra cosa”.

Sobre estas palabras anotaría años después Alcalá-Zamora:

“¡Se hizo una Constitución que invoca a la guerra civil desde lo dogmático, en que impera la pasión sobre la sociedad justiciera! ¡No en vano en alguna discusión famosa, durante el debate constitucional, en nombre del partido que pesó más dañosamente para los rumbos de la política, se entonó lírico canto invocando, provocando, a la guerra civil!”.

A pesar de su desagrado por la Constitución, dos meses después de su dimisión como presidente del Gobierno provisional fue elegido presidente de la República. No comenzó con buen pie el nuevo régimen, ultrajado con sólo un mes de vida por la primera quema de iglesias y conventos. El presidente acusó a Azaña de haber sido el principal responsable por haber impedido el envío de la Guardia Civil para reprimir a los incendiarios con el famoso argumento de que “la vida de un republicano vale más que todos los conventos de Madrid”. Así describiría aquellos episodios en sus memorias:

“Para la República fueron desastrosos: le crearon enemigos que no tenía; quebrantaron la solidez compacta de su asiento; mancharon un crédito hasta entonces diáfano e ilimitado (…) Pero de momento los partidos de izquierda aprovecharon mezquinos para fines de provecho inmediato el odioso hecho, alegando que reflejaba indignaciones del sentimiento popular”.

Aunque consideró que la masonería no había sido responsable directa de los desmanes, deploró su desmesurada influencia a través de numerosos políticos sujetos a su obediencia –de los trece ministros del gobierno surgido tras las elecciones de febrero de 1936, nueve eran masones–, influencia que utilizó “para toda la inspiración funestamente sectaria en lo irreligioso, tanto de la Constitución cuanto de las las leyes que la desenvolvieron y la agravaron, todas ellas evidentemente de inspiración masónica”:

“En suma, la masonería ayudó muy poco, perturbó bastante y dañó mucho a la República. En su acción sobre los individuos, no creo que a nadie lo haya hecho mejor de lo que por sí ya fuese; y en cambio he visto varios casos de personalidad contradictoriamente desdoblada, en los cuales el hombre quería seguir siendo noble y leal, pero el masón resultaba falso e ingrato. Mi impresión resumida es la de una fuerza que en cuanto tiene de inofensivo no es seria y en lo serio no es inofensiva”.

Un año más tarde, con motivo de la inevitable entrada en el gobierno del partido mayoritario, la CEDA, los socialistas desataron la revolución para hacerse violentamente con el poder. Como anotó el presidente, el proveedor de armas cortas fue el director general de Seguridad, Manuel Andrés, de la Acción Republicana de Azaña e íntimo amigo de Indalecio Prieto. En cuanto a las armas automáticas de largo alcance, habían sido adquiridas por el socialista Araquistáin aprovechando su embajada en Berlín.

A pesar de su insistente voluntad de equidistancia, Alcalá-Zamora no pudo dejar de subrayar la responsabilidad primordial de un PSOE que, tanto en 1934 como en 1936, había desatado una violencia que provocó la respuesta igualmente violenta del Gobierno republicano en el 34 y de los alzados en el 36. Estas líneas las anotó en su diario el 9 de febrero de 1936, una semana antes de las últimas elecciones republicanas:

“Entre tantas equivocaciones reaparece como fundamental la de octubre de 1934 (…) Parece increíble que, sobre todo los hombres cultos de izquierdas, no se den cuenta de cómo les alcanza y recae sobre ellos gran parte de la responsabilidad en los excesos de esa represión (…) [Las guerras civiles] son el mayor y más brutal desastre de pasiones, y por lo mismo, quien las hace explotar responde moralmente de cuanto ordena, de casi todo lo que se produce como obra de los suyos y de una parte muy considerable de la crueldad ajena, que como reacción provocan. La rebelión de 1934 suministra, con el vigor del contraste, enseñanza y demostración expresiva”.

Éstas, en su ensayo sobre los defectos de la Constitución de 1931:

“El PSOE es el único que por su fuerza, composición, número y tendencia puede elegir entre ser gubernamental o revolucionario…, y no sabe elegir, porque los dos impulsos, que le atraen, y las dos corrientes, que le dividen, le llevan a reclamar, mediante la revolución, el Gobierno y, a veces, a preparar desde el Gobierno la revolución”.

Y estas últimas, en sus memorias redactadas en el exilio, donde volvió a acusar al PSOE de ser el principal culpable de la guerra, de su prolongación innecesaria y del saqueo de España en beneficio privado de sus dirigentes:

“En las terribles responsabilidades del desastre nacional y el republicano, las hay abrumadoras para los socialistas por su marcha hacia la revolución social, que provocaba a los otros fanáticos de la reacción, también deseosos de la guerra civil, y porque, prendida ésta, la prolongaron sin posibilidad de vencer, mientras subsistió la de sostenerla y procurarse algún seguro de emigración a costa de las reservas del Banco de España y del saqueo de éste”.

Precisamente fueron los dirigentes socialistas, junto con Azaña, los responsables de la confabulación que destituyó a Alcalá-Zamora antes de que concluyera su mandato. Azaña y Prieto acordaron desbancarle para ocupar respectivamente la jefatura del Estado y la del Gobierno. La excusa fue un absurdo debate sobre si el presidente ya había consumido las dos disoluciones de Cortes para las que le facultaba la Constitución o si, por el contrario, la primera no contaba por haberse tratado de las constituyentes, anteriores a la propia Constitución. Lo más farisaico del asunto fue que el método empleado por la izquierda para destituir al jefe del Estado fue declarar improcedente la disolución de las Cortes derechistas que había conducido precisamente al triunfo frentepopulista.

Casi todos (238 votos contra cinco) dieron la espalda al presidente: los izquierdistas porque les estorbaba en sus proyectos de radicalización y los derechistas, que se abstuvieron, porque no le perdonaban los obstáculos que puso a la entrada de la CEDA en el gobierno tras su victoria de 1933. Así recogió en sus memorias lo que calificó como “golpe de Estado parlamentario”:

“Era indudable que aguardando al fin de 1937 se habría producido ya el habitual bandazo electoral en sentido opuesto, otra vez hacia la derecha, acelerado y extremado por las violencias de la acción política; y por consiguiente en aquella fecha la elección de Azaña hubiera sido imposible (…) La paz del país, la consolidación del régimen, la fortuna patria, las vidas, todo el destino de España se pospuso, arriesgó y perdió por la carrera apresurada y ambiciosa, y aun por la impaciencia, de un solo hombre”.

Y para terminar este capítulo, el negro augurio del expresidente:

“La noche del 7 de abril, ya destituido, dije con la más fácil y dolorosa profecía que aquello podía ser para mí como para los míos la paz, pero que la República constitucional, democrática y de derecho había acabado y se iba hacia el desastre (…) Es indudable que mi cese desembocó en la guerra civil y era ello tan previsible que lo advertí al desleal gobierno en el último consejo; pero la responsabilidad es plena de quienes acordaron mi destitución, advertidos de sus peligros, y de quienes la aprovecharon, porque desde el otro lado deseaban la tragedia”.


Alcalá-Zamora (II): Pucherazo y revolución

ENLACE

Los últimos meses de la presidencia de Niceto Alcalá-Zamora no se vieron agitados solamente por su irregular destitución, ya que dos acontecimientos mucho más graves iban a descoyuntar el régimen hasta su derrumbe final.

El primero fue el fraudulento triunfo del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936. Tras la última crisis de gobierno de la coalición radicalcedista, el presidente y su amigo Portela Valladares calcularon que unas nuevas elecciones provocarían un crecimiento notable de los partidos centristas, acercándose al centenar de escaños y moderando la creciente crispación política. Pero se llevaron la sorpresa de que el centro siguió siendo irrelevante y que las listas más votadas fueron las frentepopulistas. O así lo pareció en un primer momento… Porque tanto en su diario como sobre todo en sus posteriores memorias, ya con más información, Alcalá-Zamora denunció el pucherazo con el que las izquierdas dieron la vuelta al resultado de las elecciones. Aunque en un principio dio por buena una estrecha ventaja de las candidaturas izquierdistas sobre las derechistas, no tardó en darse cuenta de las incontables irregularidades:

“[La hueste parlamentaria del Frente Popular] llegó a esa mayoría absoluta, y aun a la aplastante, en las etapas del sobreparto electoral, todas de ilicitud y violencia manifiestas (…) La fuga de los gobernadores y su reemplazo tumultuario por irresponsables y aun anónimos permitió que la documentación electoral quedase en poder de subalternos, carteros, peones camineros o sencillamente de audaces asaltantes, y con ello todo fue posible (…) Ya las elecciones de segunda vuelta, aunque afectaran a muy pocos puestos, fueron resultado de coacciones y pasó lo que el gobierno quiso. ¿Cuántas actas falsificaron? (…) El cálculo más generalizado de las alteraciones postelectorales las refiere a ochenta”.

Los culpables del inmenso pucherazo fueron los partidos izquierdistas y el PNV, que falsificaron los resultados en la comisión de actas del Congreso:

“En la historia parlamentaria de España, no muy escrupulosa, no hay memoria de nada comparable a la comisión de actas de 1936. Aprobó todos los atropellos que le convenían, anuló las actas de los enemigos más odiados y proclamó por sistema a sus favoritos vencidos, con arbitrariedad tal que para abrirles paso expulsaba no al último de los vencedores, cual hubiera sido lógico, y sí a aquel de los anteriores a quien juzgaba más antipático o más débil para estorbar el atropello (…) Llegó un momento en que se disponían a anular las proclamaciones de Gil Robles y de Calvo Sotelo. Entonces yo, aun tan injuriado por los dos, recordé al gobierno que expulsar a los dos jefes de la oposición equivaldría a suprimir el régimen parlamentario. El argumento detuvo el golpe”.

En un artículo publicado en el Journal de Genéve el 17 de enero de 1937, explicó a los lectores suizos una ley electoral española que consideraba “defectuosa, injusta y absurda” pues había permitido, por ejemplo, que en circunscripciones donde el Frente Popular había recibido 30.000 votos menos que las derechas, había conseguido, sin embargo, diez diputados de cada trece. Pero lo decisivo fue el fraude:


“[El Frente Popular] resultó la minoría más importante; pero la mayoría absoluta se les escapaba. Sin embargo, logró conquistarla, consumiendo dos etapas a toda velocidad, violando todos los escrúpulos de legalidad y conciencia. Desde la noche del 16, el Frente Popular, sin esperar el fin del recuento del escrutinio y la proclamación de los resultados (…) desencadenó en la calle la ofensiva del desorden; reclamó el poder por medio de la violencia. Crisis: algunos gobernadores civiles dimitieron. A instigación de dirigentes irresponsables, la muchedumbre se apoderó de los documentos electorales; en muchas localidades los resultados pudieron ser falsificados. Segunda etapa: conquistada la mayoría de este modo, le fue fácil hacerla aplastante. Reforzada con una extraña alianza con los reaccionarios vascos, el Frente Popular eligió la Comisión de Validez de las actas, que procedió de una manera arbitraria. Se anularon todas las actas de ciertas provincias donde la oposición resultó victoriosa; se proclamaron diputados a candidatos amigos vencidos. Se expulsó de las Cortes a varios diputados de las minorías. No se trataba solamente de una ciega pasión sectaria, se trataba de le ejecución de un plan deliberado y de gran envergadura”


Tras el pucherazo, se desató el caos revolucionario hasta extremos hoy difíciles de concebir. La ley desapareció, los agentes policiales y las autoridades gubernativas, lejos de prender a los delincuentes, los apoyaban en sus agresiones contra los ciudadanos pacíficos. Los partidos y sindicatos izquierdistas desataron la persecución de las derechas: personas, asociaciones, periódicos, sedes de partidos y hasta cafeterías, bibliotecas, clubes, teatros u otros lugares de ocio acusados de burgueses. Y por supuesto, el Ejército y la Iglesia.

Para defender el orden público el Gobierno decretó la suspensión de garantías constitucionales, pero en realidad dejó hacer, para desesperación del presidente:

“El Gobierno no gobernaba. El desorden era dueño de campos y ciudades, allí realizando robos y usurpaciones, aquí saqueos, incendios e incautaciones, sin detenerse ni en Madrid mismo y sin que nadie intentara evitarlo”.

A punto de ser destituido, quedó aislado en palacio, con el teléfono pinchado y desinformado de lo que sucedía, como lamentó en numerosas entradas de su diario:

“Las noticias que en España se ocultan, a mí más que a nadie, pero que los tachones de la censura facilitan conocer tardíamente, y que la prensa y la radio del extranjero divulgan y anticipan, son muy desoladoras acerca del orden público. Aunque el Consejo de ayer fue todo él dedicado a la política exterior, incidentalmente aludí yo al orden público, y como extrañándose, dijeron “no hay nada de particular”. Sin embargo por aquellos medios he sabido que la jornada del domingo y su continuación de ayer lunes fue desastrosa en incendios y homicidios, especialmente en Cádiz y Escalona, y con menos intensidad en las provincias de Badajoz, Palencia, Segovia, Logroño, Vizcaya, Oviedo, Granada y Huesca… que sepamos”.




Caricatura del Frente Popular en una revista hispano-francesa (1937)

Pero las noticias que el Gobierno le ocultaba acababan llegándole por personas que le visitaban, por emisoras de radio extranjeras y por los pocos periódicos, sobre todo provinciales, que podían escapar de la censura, calificada por él como “la más rígida que España había conocido (…) tan intransigente, tan susceptible, que no permitía el menor ataque contra un acto o contra una palabra de los gobernantes”. Aunque hasta para esto hubo una excepción, así relatada en su diario:

“El tercer uso inaudito [de la suspensión de garantías] fue exceptuar del régimen de previa censura a un periódico, El Liberal de Bilbao, del que ya era propietario Indalecio Prieto, con el consiguiente privilegio editorial, anejo al monopolio político, que le llevó a extender su radio de reparto a regiones donde antes no penetraba, haciendo competencia insólita e insostenible al resto de la prensa. La protesta de los periódicos así perjudicados fue desoída y ahogada”.

La prensa derechista no fue solamente censurada, sino eliminada materialmente. Por ejemplo, los talleres de La Nación, órgano primorriverista, fueron saqueados e incendiados, paso previo al asesinato de la mayoría de sus operarios cuatro meses más tarde.

Los desmanes se contaron por miles, muchos anotados por Alcalá-Zamora directamente en su diario y posteriormente en sus memorias. Éstas son sus palabras textuales: manifestaciones delante del palacio presidencial, amenazando con “entrar con gritos, puños, cantos y demás liturgia moscovita”; incendios de casas y fábricas de enemigos políticos; asesinatos de guardias con empleo de sus mismas armas; despojo, profanación e incendio de iglesias y conventos, a veces llevados a efecto por los propios alcaldes; liberación de presos comunes; en Valencia, destitución tumultuosa del rector y casi todos los decanos; asalto al sanatorio de leprosos de Alicante, con la dispersión de aquellos desventurados; incendio de la cárcel de Bilbao; evasión de los presos de la cárcel de Gijón con la evidente colaboración de los guardianes; destitución a tiros y puñaladas de alcaldes derechistas; robos generalizados de cosechas en Andalucía; ocupaciones de casas y expulsión de sus propietarios; pánico que paraliza iniciativas, ahuyenta capitales y hace emigrar a la gente de pueblos a ciudades grandes; incautación de fábricas y talleres; ocupación de las minas de Almadén previa expulsión de directivos e ingenieros; terror y abandono durante la noche de sus moradas por muchos habitantes de Madrid, inquilinos de viviendas próximas a templos o conventos; número considerable de heridos en las clínicas; registro de domicilios y todo tipo de violencias a las personas de derechas; prohibición del culto religioso por varios ayuntamientos; asesinatos de dirigentes derechistas, como el exministro Alfredo Martínez; linchamientos de militares, guardias civiles y personas que salieran de iglesias; incendios, bombas (“el hecho de cada día y casi de cada hora”), altercados, asesinatos y tiroteos por toda España…

“Las cosas más enormes las refieren los testigos autorizados y veraces. Hay en los pueblos personas sobre quienes se cumplió la amenaza de arrancarles una oreja. Hay casos en que, al huir de un pueblo para librarse de una agresión y dirigirse a otro los amenazados, llega antes que ellos por teléfono la orden de recibirlos moliéndolos a palos”.

El caos le alcanzó en persona, pues el hecho de que fuese el presidente de la República no le eximió del pago del “dinero por las buenas” que, como bandoleros surgidos de siglos pasados, exigían grupos de “gentes mal encaradas” por las carreteras de Andalucía, y con la aprobación expresa del gobernador. Además, sus tierras jienenses fueron saqueadas, y sus familiares, perseguidos por “las turbas, amparadas por la autoridad tumultuaria”. A estos hechos dedicó varias páginas de sus escritos:

“A raíz de la victoria electoral de las izquierdas, pocas horas después de conocerse, empezó la invasión y robo de nuestras fincas (…) Ni siquiera ha ido [el gobernador], y sí un delegado suyo, con camiones y fuerzas de asalto, quien llegando al pueblo, y sin duda para restablecer el orden, se llevó presos… ¡a treinta y siete personas de las más respetables de mi familia y amigos, con el párroco y los coadjutores a la cabeza, que no habían podido huir, y dejó tranquilos y dueños del pueblo a los alborotadores! (…) La de cal aquel día fue enviar un camión con guardias de asalto que dejaron a los revoltosos dueños de la ciudad y se llevaron presos a todos mis parientes y a sus amigos (…) En aquella ocasión logré, ya que no evitar tamañas humillaciones, salvarles la vida, pues el plan ya anunciado era el incendio nocturno del ayuntamiento-cárcel para quemar vivos a todos los detenidos. De no ser ello vana amenaza dará idea que luego fueron asesinados en el verano del mismo año cuatro de aquellos parientes: dos en las proximidades ferroviarias de Madrid, cuando fusilaron a la expedición de presos de Jaén, los otros dos llevados vivos al cementerio de Alcaudete para matarlos allí a navajazos. Los primeros eran entre sí hermanos y los últimos, padre e hijo; en presencia de éstos se discutió previamente cuál moriría primero, y con súplica por ambos de la trágica prelación, resolvieron los asesinos que fuese el padre quien presenciara antes de morir el asesinato del hijo”.

Manuel Azaña escribió a su cuñado Rivas Cherif párrafos parecidos:

“Hoy nos han quemado: siete iglesias, seis casas, todos los centros políticos de derecha y el Registro de la Propiedad. A media tarde, incendios en Albacete y en Almansa. Ayer, motín y asesinatos en Jumilla. El sábado, Logroño; el viernes, Madrid, tres iglesias. El jueves y miércoles, Vallecas… Han apaleado en la calle Caballero de Gracia a un comandante vestido de uniforme, que no hacía nada. En Ferrol, a dos oficiales de artillería; en Logroño, acorralaron y encerraron a un general y cuatro oficiales… lo más oportuno. Creo que van más de doscientos muertos y heridos desde que se formó el Gobierno y he perdido la cuenta de las poblaciones en que se han quemado iglesias y conventos: ¡hasta en Alcalá!”.

De Azaña lamentó Alcalá-Zamora su inclinación a agarrarse a cualquier excusa para culpar de la violencia izquierdista a las derechas: una señora imprudente que provocó a los manifestantes, un cura belicoso, los fascistas…

El desorden frentepopulista alarmó a los socialistas franceses, preocupados porque su imagen podría verse comprometida para las próximas elecciones por el ejemplo español. Hasta el ministro de Exteriores soviético, Litvinoff, aunque regocijado, recomendó moderación a sus camaradas españoles por el espectáculo que estaban dando ante todo el mundo.

Especialmente significativa, como manifestación del fin del imperio de la ley, fue la complicidad de numerosos alcaldes y gobernadores con los delincuentes, dando órdenes a los agentes policiales de no intervenir e incluso auxiliando a aquéllos:

“He sabido de buen origen que varios de los gobernadores, algunos de ellos manifiestos forajidos, anunciaron al tomar posesión, y además casi todos lo practican, que a ellos les tenían sin cuidado las leyes cuando éstas se opusieran al interés o voluntad de los partidos que forman la mayoría (…) En Granada, el juez de instrucción pidió auxilio al capitán de la Guardia Civil para contener el incendio del juzgado, edificio de arte plateresco, y que, con arte o sin él, era el juzgado. El gobernador ha reprendido al capitán por prestar el auxilio y ha pedido que se le imponga un mes de arresto”.


Alcalá-Zamora (y III): Amnistía y hundimiento

ENLACE






El primer punto del programa electoral del Frente Popular había sido la amnistía de los condenados por la revolución del 34, incluidos quienes habían manchado sus manos de sangre. El 26 de febrero, pocos días después de las elecciones, Alcalá-Zamora constató alarmado las ansias de guerra de la izquierda, que reclamaba la impunidad para los revolucionarios e incluso para los presos comunes con el pretexto de ser conexos, mientras pretendía castigar a los dirigentes derechistas por haber dirigido la represión gubernamental, incluidos quienes no tuvieron responsabilidad ministerial en aquellas fechas, como Gil Robles. "La prensa de izquierda muestra con insensato rencor que la amnistía no la concibe como tregua, y sí como una fase más de la guerra civil", anotó en su diario.

Efectivamente, el día siguiente el asturiano Ramón González Peña, futuro presidente del PSOE y la UGT, pronunció un discurso radiado a toda España:

"La revolución de octubre no fue ineficaz, porque evitó que se implantara el fascismo en España. A pesar de que fuéramos vencidos, no decidimos recluirnos en nuestras casas. Hay que seguir luchando por el triunfo definitivo del socialismo. Seríamos hipócritas si no dijéramos que no nos satisface el programa del Frente Popular. Aún no se ha aplicado la amnistía a algunos condenados por tenencia de explosivos y armas. Para una nueva revolución deben constituirse grupos de personas que no entiendan nada de juricidad y puedan realizar una labor depuradora quitando malas hierbas".

El Gobierno de Azaña –al que Alcalá-Zamora calificó como "el más gastado y odiado en pocos días de cuantos ha padecido este país"– se parapetó tras la excusa de la presión popular para poner en libertad, reincorporándolos a sus puestos de trabajo, a miles de personas condenadas por graves crímenes. Así lo anotó, escandalizado:

"En posesión el Gobierno de tal decreto y de la ley de amnistía, pedidos con urgencia para pacificar el país, dejó que los sindicalistas anárquicos pusieran en la calle a autores de crímenes horribles y comunes, y toleró algo más grave. Hubo pequeños patronos de talleres domésticos llevados en familia, donde ésta se vio obligada a convivir con los asesinos del padre o del hermano. En algunas tiendas propusieron a los dependientes que cobraran sin trabajar, pero aquéllos exigieron estar en los mostradores para dañar a los comerciantes, alejando a la clientela, a la que espantaba tal presencia. En el Banco de España, según me refirió su exgobernador Zavala, se exigió por el Gobierno la readmisión de quien había disparado siete tiros de pistola contra un subgobernador, que se libró de la muerte mediante maniobras violentas y peligrosas del automóvil en que iba; y también la de otro empleado, reo de muerte por robo con homicidio".

Paralelamente, la UGT, la CNT y el Partido Comunista convocaron una huelga general, una de cuyas demandas era "la disolución de las organizaciones fascistas, el desarme y la destitución de sus jefes y la expulsión de los elementos fascistas de los cuerpos de seguridad".

Debido a la violencia creciente, Alcalá-Zamora consideró que no se daban las condiciones necesarias para que se pudiesen celebrar en condiciones de paz y libertad las elecciones municipales que se avecinaban:

"En las terribles circunstancias de orden público actuales, las elecciones, faltas en la inmensa mayoría de España, no ya de las garantías políticas, sino de las humanas del Derecho Natural, adolecerían de nulidad colosal, de inexistencia moral y jurídica, constituyendo sólo en grado gigantesco modalidades de los dos típicos delitos electorales: la falsedad y la coacción".

Por eso recomendó insistentemente al Gobierno que cancelara las elecciones "mientras él y la ley no vuelvan a ser dueños del orden, el campo y la calle, amparando el derecho de todos". Y subrayó la intención de los partidos izquierdistas de enterrar el régimen republicano por considerarlo un mero paso intermedio hacia la revolución socialista según el modelo bolchevique:

"Les previne, además, contra el anuncio hecho por los extremistas de que una vez ganadas por ellos, incluso contra los republicanos de izquierda, esas votaciones por medio del terror, izarían la bandera roja sobre los ayuntamientos y exigirían la capitulación de los poderes de la República, alegando que ésta debía caer como subió, en virtud de unas elecciones municipales".

El Gobierno hizo caso del consejo presidencial y el 3 de abril Azaña anunció que el Gobierno había suspendido indefinidamente las elecciones municipales, lo que alegró mucho a Alcalá-Zamora ya que consideró que con dicha suspensión se podría avanzar más fácilmente hacia el restablecimiento de la paz y el orden.

Pero no fue así. Lejos de atenuarse, la violencia política no hizo sino aumentar. Además, cuatro días después, el 7 de abril, Alcalá-Zamora fue destituido mediante la tenaza parlamentaria de Azaña y Prieto. Tras una breve presidencia interina de Diego Martínez Barrio, Azaña fue nombrado nuevo presidente el 11 de mayo. Largo Caballero recordaría así el peso de la egolatría de Azaña en aquella trascendental destitución:

"Era halagador para él obtener una revancha completa ocupando el puesto de su enemigo vencido y destituido. ¡Todos tenemos nuestras debilidades! Destronar de la presidencia a su contrario, ocupar su puesto era el logro completo de sus anhelos".

El ya expresidente escribiría indignados párrafos sobre la corrupción de su sustituto, dedicado, mientras España ardía, a inventarse cargos para los amigos:

"Seguí leyendo a diario la Gaceta, que daba un espectáculo desolador. Se hacía interminable el índice de los nombramientos; era el apoderamiento por toda la mesocracia izquierdista del presupuesto, creando cargos por legiones".

Pero no se trataba solamente de nepotismo, sino de una concepción totalitaria del Estado, todos cuyos puestos pretendía acaparar:

"En la propia Gaceta aparecieron los nuevos golpes de Estado para adueñarse de todos los poderes y de paso satisfacer ambiciones. Se asaltó la independencia constitucional tan cuidadosa de la presidencia del Tribunal Supremo y desapareció airadamente la de todo el Tribunal de Garantías. Creían ir sin obstáculos al goce pleno del mando e iban a la perdición de todo y de todos".

Otros asuntos ocupaban el tiempo del flamante presidente Azaña, entre ellos lo que él mismo llamaba "elegantizar la República". Ya había comenzado a conocerlo Alcalá-Zamora en sus primeros meses de presidencia, cuando en 1932 ocupó por primera vez el palacio de La Granja de San Ildefonso, residencia veraniega del presidente de la República. Quedó atónito al hallar desmantelado el palacio, cuyo riquísimo mobiliario había sido llevado por instrucciones de Azaña a su residencia oficial de presidente del Gobierno y al ministerio de la Guerra, "cuyo mobiliario –anotó el perplejo Alcalá-Zamora– que había bastado a los jefes de gobierno y ministros de la Monarquía, encontró pobre el representante como jefe de gobierno de un régimen republicano".

Valle-Inclán fue testigo de este saqueo cuando aquel mismo año fue nombrado conservador del Patrimonio Artístico Nacional. No tardó ni tres meses en denunciar que muchos tesoros artísticos estaban siendo dilapidados por unos gobernantes republicanos que los malvendían a anticuarios extranjeros en su propio beneficio. Dimitió de su cargo y denunció que "España está sufriendo la dictadura socialista".

Cuatro años más tarde, con Valle-Inclán recién fallecido y Alcalá-Zamora recien destituido, Azaña retomaba su afición, así anotada por su predecesor:

"Hubo plantaciones cuidadosas y seleccionadas de geranios en las dependencias de El Pardo. Eleváronse los carruajes, que en mi tiempo fueron dos y con uno solo hubiera tenido bastante, hasta el número de doce, según me refirieron. El pabellón que dentro del piso bajo de palacio me había señalado Azaña para una familia de nueve personas, lo encontró insuficiente para un matrimonio sin hijos, y pareciéndole también poco la parte del piso principal que había servido a los reyes, encargó con dudoso gusto artístico y pésimo de otro orden, que se le destinara parte de la del edificio destinado al culto. Me había parecido suntuaria la escolta; se aumentó hasta cerca del séxtuplo con una guardia especial (…) Cuando vino la República, mi familia siguió en un modesto apartamento y no creímos que se había destronado una dinastía Borbón Habsburgo-Lorena para sustituirla por otra Alcalá-Zamora Castillo. Por lo visto estábamos equivocados y el nuevo poder que paseara presos a mis parientes entronizaba la nueva dinastía Azañas-Rivas Cherif".

Tras su cese como presidente, Alcalá-Zamora decidió embarcarse con su familia en el crucero veraniego por las costas árticas que siempre habían deseado. Pero, ante la violencia creciente, no salieron de España sin antes poner a buen recaudo en la agencia de Crédit Lyonnais dinero, objetos valiosos y las anotaciones que había tomado a lo largo de su mandato.

El 7 de julio embarcaron en Santander, última tierra española que pisaría el expresidente. En Hamburgo se enteró del asesinato de Calvo Sotelo el día 13, y en Islandia, del alzamiento militar. Pocos días después supo del saqueo de su casa por orden del Gobierno del régimen que había presidido hasta tres meses antes:

"Luego me enteré de que de mi casa, tras otros tanteos más tímidos o menos audaces, se incautaron un vendedor de periódicos extremista del puente de Vallecas, conocido por el Andaluz, y una mujer, más atrevida que él, llamada Gloria".

Tras su domicilio le llegó el turno a sus demás bienes: el ministro de Gobernación, el socialista Galarza, "por inspiración sin duda emanada de Azaña", no paró hasta dar con sus cajas de seguridad en el Banco Hispano Americano y el Crédit Lyonnais.

Alcalá-Zamora comenzó a escribir sus memorias para reconstituir el diario robado. Tras la invasión alemana de 1940, el expresidente, junto con su familia, abandonó su domicilio francés para comenzar un periplo que le llevó a África, México, Cuba y finalmente a Argentina, donde residió hasta su muerte en 1949.

Si el régimen republicano saqueó su casa, tierras y otras propiedades, los vencedores no se quedaron cortos al incautarle sus menguadas cuentas corrientes y sus propiedades en Priego, además de imponerle una cuantiosa multa y las penas de extrañamiento e inhabilitación durante quince años. Aquélla fue la factura que tuvo que pagar don Niceto por pretender dotar de moderación a un régimen que nació con la vocación contraria y cuya difícil presidencia probablemente le quedase demasiado grande. No fueron pocos los que le consideraron cándido, imprudente y cizañero, un mediocre sin personalidad y con demasiadas ansias de notoriedad. Su compañero republicano Pérez de Ayala, por ejemplo, escribió sobre él que "con su facundia mazorral y su sonrisa satisfecha, [era una] reminiscencia del bobo de nuestras comedias antiguas". Azaña, que no se distinguió precisamente por valiente y viril, le despreció por cobarde y le humilló a menudo en los consejos ministros. Por no hablar del cruel soneto que a su muerte le dedicó Alberti:


"Yace el tonto, repito, el Presidente,

aquel que en vida sólo fue Niceto,

risa del hambre de la pobre gente.

Con orín en su mármol firma ahora

este epitafio noble y de respeto:

Fue tonto en Priego, en Alcalá y Zamora".


Su cadáver fue repatriado en 1979 y enterrado en el cementerio de la Almudena. Y sus diarios fueron recuperados en 2008, tras setenta años en poder de un particular que se hizo con ellos en el caos final del gobierno republicano en Valencia. Los herederos de Alcalá-Zamora tuvieron que vencer la oposición del gobierno de Zapatero a publicar un documento de tan extraordinaria importancia: cuando desempolvar el pasado conduce al desprestigio de la izquierda, la memoria histórica deja de ser interesante.

Hasta este momento se han editado tres volúmenes: el correspondiente a 1877-1930, los años de la Monarquía; el de 1930-31, que incluye el cambio de régimen; y la parte final del diario, la correspondiente a los últimos cuatro meses de su presidencia, tras la disolución de las Cortes y la convocatoria de las elecciones que provocaron el triunfo fraudulento del Frente Popular, la destitución anticonstitucional del jefe del Estado, la revolución y la guerra civil.


Comentarios