MELQUIADES ÁLVAREZ DEMOCRACIA, LIBERTAD Y ORDEN


Melquiades Álvarez y González Posada. líder del Partido Republicano  Liberal  Demócrata  que  no  es  sino  el  Partido  Reformista  de  los  tiempos  de  la monarquía  alfonsina,  que cambió  de  nombre  para adecuarse  al  contexto  político  de  la  Segunda  República. 

     Tras el levantamiento militar de julio de 1936 y el comienzo de la guerra, un Melquíades bastante mayor y envejecido se negó a refugiarse en una embajada extranjera. Como se temían sus amigos y familiares, acabó siendo detenido y encarcelado por los leales a la República, siendo finalmente asesinado en el asalto a la Cárcel Modelo de Madrid en agosto de 1936. Compartió destino, entre otros muchos, con su amigo y compañero de estudios Ramón Álvarez Valdés y con otros ex ministros del segundo bienio, como Rico Avello o Martínez de Velasco.

Previamente cuando Melquíades pacta con la CEDA, acto al que que se opone de forma frontal la masonería, y ello trae consigo que se expulse a los afiliados masones que habían dado el paso de seguir a Melquíades hasta la CEDA, puesto que su permanencia en ambas organizaciones, masonería y el Cedismo eran incompatibles.


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27 de abril de 1930
«La Monarquía y la Dictadura«

Discurso de Melquiades Álvarez en el Teatro de la Comedia

El Liberal 29 de abril de 1930


Hay que exigir todas las responsabilidades 


Responsabilidades. Bajo este lema se comprenden todas, pero yo tengo que deciros que las responsabilidades comprenden las llamadas responsabilidades de gestión, que pueden tener una gran importancia, y las llamadas responsabilidades políticas, que no pueden limitarse a los ministros y servidores de la Dictadura, sino que deben extenderse, por espíritu de justicia, a todos los que las hayan contraído, incluso a las Magistraturas más augustas y más elevadas. (Grandes aplausos). Ya sé yo que muchos monárquicos de la derecha y aún de la izquierda, se in- dignan ante esta campaña que se está promoviendo, y afirman que la majestad real está siempre a cubierto, por el refrendo de sus ministros, de toda clase de responsabilidades. La doctrina, impecable, solo que a la doctrina tengo yo que agregar algunos escollos, a ver si nos entendemos. 
Es indudable, que, en un régimen constitucional, los mandatos del Monarca no pueden llevarse a efecto si no van refrendados por la autori- dad y por la firma de un ministro responsable. Esto es el abecé del derecho constitucional. Por eso dicen los ingleses que el Rey constitucional no puede nunca, ni en ningún caso, pecar. Y es verdad, cuando la Majestad, con todos sus atributos, se convierte en esclava de la Constitución, apenas le queda libertad para el mal. Pero estos monárquicos, estos monárquicos más partidarios y servidores de la persona del Rey que del régimen constitucional, no se dan cuenta de que aquí se trata de responsabilidades deri- vadas de los actos de la Dictadura, bajo cuyo influjo la Constitución ha desaparecido totalmente, sin que haya posibilidad de resucitar de una ma- nera artificiosa, por un prodigio de taumaturgia política, algunos preceptos. que sirvan para escudar la irresponsabilidad de la Corona. (Muy bien). 

Esta es la falta, la falta gravísima e irreparable de quien, en un acto de demencia suicida, ha rasgado la Constitución, sin comprender que ella, con todas sus deficiencias, es el baluarte único de la irresponsabilidad del Rey, y que cuando el baluarte se desmorona, la majestad real está en la plaza pública. (Grandes y prolongados aplausos). 
Y os digo más. Yo afirmo, sin temor a equivocarme, que cuando la Constitución desaparece, el Poder que en ella tiene su asiento, experimenta una verdadera metamorfosis. Todo se convierte fatal e ineludible- mente en poderes absolutos, que son usurpados y ejercidos a la vez por el Rey y que le ponen en la obligación de ser el único responsable ante el pueblo. (Grandes aplausos). 




3 de enero de 1932

« Hay que conquistar a la opinión pública»

Discurso en el acto político del Teatro de la Comedia.
La Libertad 5 de enero de 1932
página 419

La Constitución es reformable 




páginas 420-421

La Constitución es reformable 


Pero aun haciendo este llamamiento; aun considerando necesario el concurso, no creáis que yo voy a exigir, que yo tengo derecho a exigir una conformidad de carácter obligatorio con la Constitución que nos rige, ni mucho menos con que la Constitución sea intangible. No. Yo recuerdo que Laveleye decía que declarar irreformable una Constitución era la mayor de las locuras constitucionales. Y yo añado que sería complenamente inútil el llamamiento a la concordia sobre ese supuesto falso, porque tropezaríamos con la preocupación legítima de mucha gente que ve en los preceptos constitucionales una ofensa sacrílega a sus creencias y, quizás, el origen de futuras persecuciones. (Aplausos). Yo mismo, que no he sido nunca hipócrita, que no he velado jamás mi pensamiento, he apuntado muchos defectos a la Constitución. Los esbocé someramente en el único discurso que pronuncié en el Parlamento en el debate sobre la totalidad. 


¿Por qué guardé silencio? 

Después guardé silencio. El ambiente de frenesí y de violencia en que se agitaba la Cámara; la forma precipitada e irregular de algunos debates, probablemente los de mayor enjundia, a horas desusadas de la mañana, en una sesión permanente, con el cansancio y la fatiga natural del espíritu; el recelo y más que el recelo —¿porqué no decirlo?— la desconfianza con que se escuchaban los discursos de quienes no pagaban tributo a la exaltación revolucionaria (Grandes aplausos); algo más que esto: el convencimiento pleno de que lo acordado por las minorías parlamentarias en reuniones privadas tenía casi un carácter dogmático para mantenerse en las reuniones públicas, me advirtieron a tiempo de la inutilidad de mi intervención y, sobre todo, del peligro que resultaría si esta intervención fuera, como debiera ser un poco vivaz y severa, de que me calificaran como derrotista del nuevo régimen. Y yo, queridos correligionarios, entre que me calificaran derrotista y guardar silencio, creí que esto último era el mejor servicio que podía prestar a la República. (Muy bien). Yo no dejo de reconocer, yo tengo que reconocer ante vosotros, que la verdad, para prevalecer y, sobre todo, para prevalecer en política, necesita muchas veces del fragor de la lucha y cuanto más apasionada, mejor; yo sé perfectamente que la verdad no es el monopolio de nadie y que por no ser el monopolio de nadie, tiene esa virtud celestial de entregarse a todo el mundo sin perder en nada su pureza (Muy bien); pero sé también que para que la verdad triunfe y para que pueda facilitarse su éxito, necesita que el espíritu de los hombres y de los partidos se muestre propicio a escuchar las razones que la justifiquen y determinen... (Grandes aplausos). Y en aquella atmósfera exacerbada por el fanatismo político —hay que decirlo con noble sinceridad— la voz de la razón y de la templanza no era ni podía ser atendida. (Muy bien). 


Una Constitución defectuosa y contradictoria 

Y resultó por esto, señoras y señores, lo que era inevitable, lo que no podía suceder de otra manera; una Constitución defectuosa y contradictoria, indefinida en sus tendencias, ni unitaria ni federal, por cuyo motivo algunos la califican, impropiamente, de federable, con afirmaciones candorosamente románticas, con afirmaciones peligrosas y alarmistas, refractaria, por preocupaciones injustificadas, a un régimen bicameral, cuando debieran comprender que el funcionamiento verdadero del Estado exige, al lado de la representación ciudadana, la representación legitima de los intereses sociales. (Muy bien). Un freno en ocasiones para las demasías posibles del Poder, puesto, cuando se establece, en manos de instituciones exóticas, como ese Tribunal de Garantías Constitucionales, que si no se encarna, por fortuna, en personas de probidad democrática irreprochable, podrá absorber en su jurisdicción la verdadera soberanía del país, y, al socaire de su poder, convertirse en una oligarquía despótica y fatalista. (Aplausos). Y por si esto fuera poco, por miedo a que no aparezca demasiado avanzada, se han deslizado en la Constitución preceptos que para mí no tienen eficacia práctica, que para muchos son verdaderamente peligrosos; pero que despiertan legítimamente amenazas e inquietudes en varios sectores de la opinión. 

páginas 422- 423

La cuestión religiosa. —Se confunde el laicismo con la impiedad 

¿Por qué no decíroslo? Yo no puedo ocuparme de todos ellos, porque al ocuparme haría interminable mi discurso; pero me vais a permitir que me refiera a dos puntos concretos, los que más han exaltado las pasiones, los que provocan al presente mayores temores de combate y de crítica. Me refiero a la cuestión religiosa y a la cuestión de la propiedad en sus relaciones con el trabajo. 

En la cuestión religiosa —principalmente me dirijo a las señoras que me honran con su presencia en este acto—, yo creía de buena fe tener mucha más autoridad que algunos de esos vocingleros de hoy (Muy bien) que creen que para ser anticlerical se necesita ser enemigo de la religión y que en sus prédicas y desvaríos que las muchedumbres con- funden, por lo visto, el laicismo con la impiedad. (Muy bien. Grandes aplausos)

Yo he sido siempre anticlerical; si permitís el adverbio, rabiosamente te anticlerical, y por serlo he recibido la crítica y las diatribas de muchas gentes que juzgaban mi actitud como una prueba de incapacidad política, ocupándome en estas cuestiones precisamente cuando el mundo se estremecía de dolor bajo el influjo de los problemas económicos. 

Hasta recuerdo que se me ridiculizaba con cierta gracia, llamándome Don Heterodoxo, por la perseverancia con que defendía mi doctrina. (Risas y aplausos). Pues bien, correligionarios, yo que he sido siempre. partidario de un Estado anticlerical, he sostenido que el Estado, sobre la base de la libertad de conciencia, que era un postulado de la civilización universal, tenía que ser neutro y laico, sin religión alguna, porque desde el momento en que la tuviera, sobre agraviar conjuntamente a la libertad y a la justicia, se convertirla, sin quererlo, en instrumento opresor y tiránico de todas las conciencias. (Aplausos). Y he sostenido que el Estado, por su naturaleza, tendría que recabar la plenitud de su autoridad sobera- na para legislar en todas los asuntos de la vida civil y política, sin compartir jamás su jurisdicción con ningún poder extraño. De manera que, en todos los actos generadores de derechos, desde el nacimiento hasta la muerte, el Estado debía legislar, no viendo más que ciudadanos, no creyentes, que a él no le importaban las creencias para nada. (Muy bien). Pero sosteniendo esto, yo, que soy partidario de la libertad, he sostenido siempre que el Estado tenía el deber de amparar y proteger, concediendo la libertad, a todas las religiones; para que éstas, con sus doctrinas, pudieran llevar un rayo de esperanza ultraterrena a las almas. (Grandes aplausos). Esto es ser anticlerical, liberal y demócrata. Los demás, ¡qué han de serlo! Son enemigos de la libertad que se disfrazan. (Muy bien. Grandes y prolongados aplausos). 

página 424- 430

 La Iglesia en la Historia 

¡Que España había dejado de ser católica! Yo estaba absorto; yo recordaba que la Iglesia católica, desde los tiempos famosos de Recaredo —y me parece que ya van siglos—, venía asociada a la formación de la nacionalidad en todas las épocas; yo recordaba que por esa alianza del altar y del trono, que ha predominado en España durante siglos, el espíritu de casi todos nuestros conciudadanos está nutrido de ideas religiosas, y me preguntaba: ¿pero qué mano providencial ha intervenido ahora en e1 espíritu del pueblo español, que ha destruido toda esta levadura secular y ha permitido que las conciencias que antes eran católicas se conviertan en indiferentes y enemigas de esta religión? No; el supuesto era falso. Por ser falso el supuesto no había posibilidad de cimentar sobre él la idea de un Estado que fuera precisamente enemigo de la religión católica. Para mí no sólo era falso; era peligroso, porque esa fórmula parece indicar que si el pueblo español fuese realmente católico,  el Estado debiera ser católico. Yo he creído siempre lo contrario: habría de ser Esparta víctima del fanatismo religioso, y el Estado, como órgano de Derecho, tendría que ser neutral y laico. (Muy bien. Grandes aplausos). De manera que ya lo veis: el heterodoxo convertido en figura ridícula ayer, y el hombre sospechoso ahora para ciertos exaltados revolucionarios, yo creo que es el verdaderamente liberal en estas materias. Lo que pasa es que en España es más difícil encontrar un liberal que un multi- millonario. (Muy bien. Aplausos).

La razón del Estado, fórmula de los tiranos 

Pero, además, ante el asombro mío y creo que ante el de algunos ministros (Risas), se decía entonces que, como el drama representado por las Órdenes religiosas era insoluble, habría que disolverlas en nombre de la razón de Estado. Y voy a hacer una advertencia que podrá ser mortificante para algunos que no escuchan: La razón de Estado, desde los tiempos famosos de Maquiavelo, es la fórmula que han utilizado to- dos los tiranos para justificar su conducta. 

La razón de Estado podrá servir hoy para prohibir, en nombre de ideas que se llaman liberales la enseñanza a los que se llamen religiosos. Mañana por un «revirement» de la opinión pública, si esta razón de Estado es el criterio del Gobierno, ya veo a todos los librepensadores incapacitados para el ejercicio de la enseñanza. Y no tendríamos derecho a quejarnos, porque tal atentado a la libertad lo hemos justificad con nuestro aplauso. (Muy bien. Aplausos). Ya veis, pues, como pensaba en la cuestión religiosa 

La revisión constitucional desde el campo republicano 

¿Qué debemos hacer? Ya oigo voces en ciertos ámbitos de la Península  que, aprovechándose de estas creencias religiosas, hablan de que es indispensable la revisión de la Constitución, utilizando la fuerza de los partidos, y, si esto es poco. Utilizando otras cosas. Esto último es una balandronada que me parece ridícula, pero que puede representar un peligro; lo primero no. Una revisión de la Constitución no puede ser sospechosa para nadie, porque hay que contar con la opinión pública para que se consagre y prevalezca. Una revisión hecha desde el campo republicano, en beneficio de la República y de la libertad, puede conquistar adeptos y adeptos y obtener rápidamente el triunfo. 

Una revisión hecha a nombre de los intereses exclusivos de la Igle- sia, encubriéndose con un falso patriotismo, pero descubriendo la malig- nidad a las instituciones republicanas, no prevalecerá jamás. (Aplausos). Por eso creo que cuando hago el llamamiento a los hombres de sentido gubernamental y les digo que vengan a defender desinteresadamente las instituciones republicanas dadas por el pueblo, es porque estimo que podrán realizar esta labor de pacificación de las conciencias, y al propio tiempo que logran este objetivo, habrán asentado sobre cimientos muy sólidos la República que todos defendemos. (Muy bien). 


El problema de la propiedad y la Constitución 

Otro de los puntos, de los problemas que suscitan inquietudes y alar- mas entre la clase burguesa es el problema de la propiedad en relación con el trabajo. Os voy a hacer una confesión que quizá no sepáis: Hay una gran diferencia entre el precepto constitucional y el precepto elaborado por la Comisión encargada de redactar el proyecto. 

El proyecto de la Comisión era de un criterio francamente demoledor y colectivista. Para él la propiedad no se reconocía como tal derecho; era una institución que se definía por razón de la formación útil que desempeñaba el propietario, y además, se declaraba que procedía así, imperativamente socializar toda clase de propiedad, la cual se justificaba por razón del interés social. 

Comprenderéis que la propia indeterminación del concepto de utili- dad tenia necesariamente que dejar el arbitrio de Estado la facultad de regularla, fijando su extensión, y sus límites, y estábamos expuestos, por tanto, a que por una decisión arbitraría, de mala fe o equivocada del Poder público, la propiedad fuese un vano nombre, un título de apariencia más o menos pomposa, pero sin eficacia jurídica ni utilidad práctica

Como después se ordenaba con carácter imperativo, según ya os he dicho, la socialización de todos los bienes, no me extrañaba nada que los grandes capitalistas, los pequeños capitalistas, los que aspiran a serlo, se estremecieran de terror viendo que desaparecía un concepto verdaderamente anarquizante la institución fundamental de la vida y de la sociedad. 

Esto se ha dulcificado en la Constitución, pero no se ha desvanecido completamente la alarma. No. Aquí no se reconoce tampoco de una manera categórica el derecho de propiedad, como lo reconocían aquellos revolucionarios franceses cuando declaraban que era sagrado e inviolable y que no podía expropiarse sino por razón de utilidad

A lo que llegó la Constitución de Weimar 

En nuestra constitución se reconoce tácitamente porque se declara que la propiedad de toda clase de bienes podrá ser expropiada previa indemnización; pero a renglón seguido como si se pusiera en duda toda su legitimidad o se quisiera rendir un tributo ciego a las ideas colectivistas, aunque declara que esa propiedad puede ser expropiable con indemnización y puede socializarse en las mismas condiciones, añade que dejara de existir la indemnización en el caso en que se expropie o se socialice si así lo acuerda una ley aprobada por la Mayoría absoluta de votos en el Congreso. Señoras y señores, yo me cansaba de advertir privadamente a las gentes que este precepto era un precepto alarmista y perturbador; pero había un fetiche al cual era necesario rendir culto —el fetiche era la Constitución de Weimar, y en aquella Constitución de Weimar los sabiondos legisladores del nuevo Congreso habían encontrado preceptos que justificaban sus aseveraciones peligrosas. Era verdad: con la Constitución de Weimar hay un precepto que permite la expropiación sin indemnización por efecto de una ley. Pero per- mitirme unas observaciones: la República alemana fué la obra principal- mente de la socialdemocracia y de los llamados independientes, constituidos por los comunistas y los espartaquistas, que se aprovecharon de los Consejos de soldados y obreros organizados secretamente en Kiel y en Berlín. Ellos habían hecho la revolución sacrificando, sus vidas por ella. Era natural que, en armonía con sus ideas, aspirasen a una socialización total de la vida económica del país y, sin embargo, se contentaron con este precepto y a renglón seguido declaraban que podían socializarse las Empresas privadas susceptibles de socialización, pero siempre con indemnización, y declaraban además que había que proteger a la clase media, representada por la agricultura, por la industria y por el comercio, para que no fuera absorbida por otras clases sociales. (Muy bien). 

De manera que nos encontramos con que: aquella Constitución que les servía de modelo, adoptaba un criterio más atenuado, más conservador y más gubernamental. Pero, en fin, ya tenemos el precepto. No se alarmen los grandes capitalistas, no se alarmen los pequeños capitalistas; yo creo que es un precepto romántico que no tiene eficacia ni utilidad práctica; yo creo que es un precepto que no se aplicará jamás. Si la tuviera, ¡qué perspectiva tan tenebrosa de inquietudes y de temores columbraríamos todos nosotros! Porque la propiedad socializada implica un cambio radical en la organización de la vida económica y social del país, y la esperanza engañosa, pero seductora, de que esto puede realizarse esti- mula la aspiración de concluir así con la injusticia de la desigualdad económica y con la anarquía de la producción. 

No soy sospechoso, por mis ideas avanzadas, de regatear el triunfo a estas ideas cuando son racionales. Si esto prevaleciera, tendría que resultar un desplazamiento fundamental en la vida económica del país, en la dirección de la producción y, como consecuencia de todo esto, un desplazamiento en la responsabilidad, que pasarla íntegra al Estado, puesto que la colectividad sería la encargada de administrarla. No necesito deciros lo que resultaría un Estado con un poder omnipotente que pondría en peligro la libertad, un Estado con su férula autoritaria que destruiría, debilitaría, extinguirla las iniciativas fecundas y redentoras de los individuos. 

Los elementos agrupados frente a la República

Hay que reconocer que mientras el trabajo, por efecto de una larga elaboración de siglos, no tenga una base ética, serán el interés y el egoísmo las creadoras principales de la riqueza. (Muy bien. Aplausos). Y hay que reconocer también, que por efecto de esta organización que se llama capitalista, el interés personal es el elemento fundamental de la actividad y por él realizan todo el mayor esfuerzo. De ahí que sea indispensable, a su lado, una política social avanzada que procure satisfacer las aspiraciones legítimas de las clases obreras. 

Pero no quiero yo entretenerme discurriendo sobre las conclusiones que pudieran derivarse de este precepto. Lo que digo es que preceptos alarmistas, que no sirven ni tienen eficacia, no han de debido consignarse en la Constitución y que por consignarlos tenemos a estas horas una República que, de buena fe por parte de los gobernantes, pero por culpa de los gobernantes, tiene la necesidad de corregir ese perfil triste y agrio de que nos hablaba un ilustre parlamentario, y tiene precisión de evitar que se conjuren contra ella, por egoísmo y por conveniencia, muchas clases sociales ; pues hoy; sea por lo que fuere, parece que enfrente de la República se ha querido concitar a los militares y a los burgueses y a los católicos y a los funcionarios y a muchos obreros que no están conformes con su marcha. Y yo pregunto, ¿quién defenderá la República si toda esta legión numerosa de fuerzas y de elementos sociales es apartada y divorciada de ella con un criterio intransigente y fanático. (Muchos aplausos). 

El sentido gubernamental del orador 

Y he hecho esta salvedad, por una parte, para descargo de mi con- ciencia, señoras y señores, y para que os convenzáis de que no soy uno de esos demagogos parlanchines que creen fácilmente obtener el aplauso rindiéndose a los halagos y a las pasiones de las multitudes. No; desde joven —hay aquí gentes que lo pueden atestiguar— casi siendo un mozuelo, ni sentí las ambiciones del Poder ni vacilé en repudiarlo cuando se me ofreció en unas condiciones que tenían que halagar la vanidad. Cuando joven hice propaganda revolucionaria en mi país, porque encontraba cerradas las puertas de la legalidad para el triunfo de las ideas; pero todos me lo advertían. Recuerdo que un insigne critico, que al morir llevó el luto a la España literaria, decía: «En el fondo de sus discursos se nota un sentido gubernamental». Yo he tenido siempre un sentido gubernamental; pero con criterio avanzadísimo 


El momento político. Estas Cortes deben disolverse 

Se aprecia el momento político de muy distinta manera por los hombres que tienen una representación parlamentaria. Sin veladuras os voy a decir mi juicio: Yo considero que las Cortes Constituyentes, desde el momento en que han elaborado la Carta fundamental del país, deben disolverse. (Muy bien). Tienen que disolverse, porque la prolongación de su mandato es, a mi entender, abusiva y facciosa. (Grande y prolongada ovación). Ya sé yo que en la convocatoria para la celebración de las elecciones de las Cortes Constituyentes se declaraba, se les otorgaba, mejor dicho, una mayor facultad legislativa; esto es verdad en el preámbulo de la convocatoria, no en la parte legislativa que según los juristas —y yo me considero entre ellos— es lo único que obliga; porque en la parte dispositiva de la convocatoria se habla tan sólo de la necesidad de organizar la República. Organizar la República es darle su Estatuto fundamental; elaborado el Estatuto fundamental han terminado su misión. (Una voz: Es cierto).


Melquiades Álvarez
31 de enero de 1932

«La Rectificación de la República»
Teatro de la Comedia. Madrid.

La Libertad 2 de febrero de 1932


páginas 440-441


Como debió se elaborada la Constitución

[…] Yo recuerdo que un célebre presidente de la República francesa, Gre- vi, cuando se estaban discutiendo las leyes constitucionales del 75, decía a sus compatriotas: «Hay que hacer una República que no asuste a nadie». 

El consejo fue seguido por todos los correligionarios, y aquellas le- yes constitucionales tuvieron la virtud de nacionalizar la República en la conciencia del pueblo francés y de hacer que desaparecieran para siempre aquellas legiones de legitimistas, de orleanistas y de bonapartistas, que conspiraban sencillamente contra todas las instituciones de carácter nacional. (Muy bien). 
Esto hubiera yo querido para mi país; esto seguramente hubierais querido vosotros para España: una República que por su constitución y naturaleza mereciera, desde luego, el fervor y el entusiasmo de todos; enaltecida en todos sus actos por la hermosa virtud de la tolerancia, con un mantenimiento inflexible y riguroso en lo que se refiere al cumpli- miento de la ley y al orden, prescindiendo por completo de aquellos preceptos constitucionales más verbalistas que eficaces, que sobre contrariar los principios eternos de la libertad y de la justicia, sólo pueden servir para despertar el recelo en ciertos sectores sociales. Así quería yo la República; así seguramente la quieren la inmensa mayoría de los es- pañoles. (Aplausos y vivas). 

No quiere esto decir, no puede entenderse por nadie, en el sentido de que nosotros seamos partidarios de una República conservadora, petrificada en los moldes de la rutina, modelada en una España mesianista y retardataria, y que nosotros queramos una Constitución cuyos preceptos no permitan la difusión de todas las ideas: No; no. La Constitución con preceptos flexibles, elásticos, de una amplitud liberal que sirva de cauce a todas las ideas, por radicales que parezcan, que recoja luego todas aque- llas posibles transformaciones que la democracia y sucesivos alumbra- mientos vayan trayendo a la vida de España. Así queremos nosotros una Constitución. Así debió hacerse la Constitución. (Grandes aplausos).   [...] 

La Constitución con preceptos flexibles, elásticos, de una amplitud liberal que sirva de cauce a todas las ideas, por radicales que parezcan, que recoja luego todas aquellas posibles transformaciones que la democracia y sucesivos alumbramientos vayan trayendo a la vida de España. Así queremos nosotros una Constitución. Así debió hacerse la Constitución. (Grandes aplausos). 


páginas 441-442

El desahucio de la Monarquía no lo han decretado los actos de violencia 

Pero ha habido personas, yo no diré que partidos, pero sí personas, cuya voluntad ha prevalecido en la política, que han creído, sin duda por miedo o por temor, a no aparecer demasiado radicales, que era indispensable, y más que indispensable necesario, rendir culto a la revolución hecha y consagrar constitucionalmente la revolución triunfante. 

Yo supongo que los que tal dijeran —y vosotros lo habréis oído se- guramente— se referían cuando hablaban de revolución a actos de violencia ejercidos contra el Poder y, además, supongo que hablarían de un programa revolucionario perfectamente articulado que se hubiera pro- metido como esperanza salvadora al pueblo español. 

Y yo pregunto: Pero ¿dónde está esa revolución y dónde ha existido esa revolución que tanto se pregona? ¿Dónde se ha promovido la revolución? 

Yo estoy hablando aquí ante el pueblo de mejor tradición revolucio- naria y de más viva fe republicana. Sois vosotros la sede del republicanismo español; lo que no hagáis vosotros, valencianos, no lo hará seguramente ningún otro pueblo de España. (Aplausos). 

Y yo os pregunto, para que me respondáis con sinceridad:¿Habéis realizado vosotros un movimiento revolucionario de violencia y de fuer- za que decretara la caída del poder monárquico? No. El desahucio de la Monarquía no lo han decretado los actos de violencia; el desahucio de la Monarquía lo decretó el pueblo español, que con la conciencia de su poder convirtió unas elecciones municipales en elecciones de carácter constituyente y liquidó definitivamente con su voto la vida precaria y agonizante de un régimen. (Aplausos). 

página 444

Las actuales Cortes han cumplido su misión 

¿No veis, queridos correligionarios y amigos, que todo esto dimana- ba de un falso prejuicio que ha esclavizado la buena fe, la voluntad de los que se llamaban gobernantes y de los que querían a todo trance trans- formar radicalmente la situación de España? Pero, en fin, la Constitución es la ley y la ley hay que cumplirla.

Yo creo que, aparte de los principios de la Constitución, van a tener una importancia excepcional todas estas leyes complementarias que sir- ven desde luego para desenvolver aquellas ideas. 

¿Lo van a hacer las Cortes actuales? ¿Lo quieren hacer en las Cor- tes actuales? Yo temo que esto represente un grave peligro para la República. 

Yo he dicho, yo repito aquí sin poner absolutamente ninguna reserva en mis palabras, que las Cortes han realizado su misión; que las Cortes, por amor a la República y por conciencia de su deber, deben disolverse. (Muy bien. Ovación). Y que otras Cortes, convocadas expresamente por la autoridad soberana del Estado, serán las encargadas de elaborar esto que se llaman leyes complementarias. 
En las Constituyentes, donde se condensa una obra de pasión o una obra revolucionaria, se elabora mirando al porvenir, el ideal absoluto de la República: las normas directrices de la República, en las cuales habrá de inspirarse para regular después su acomodamiento a la vida; pero el hecho de convertir en carne un espíritu republicano, de traducir en actos las ideas fundamentales, esto es labor tranquila y serena y requiere cier- tas aptitudes en el artífice encargado de realizarlo. Y cuando se trata de una Asamblea creada por la pasión, encargarse ella de estas disposiciones complementarias, es debilitar a la República y comprometer de alguna manera su existencia. (Grandes aplausos). 

páginas 448- 450


El problema catalán 

Se quiere identificar el problema catalán con el problema del nacionalismo del mismo nombre y exigir el reconocimiento previo de la nacionalidad catalana como algo distinto e independiente de la española para solucionar el problema, y yo os digo que entonces no tiene solución posible. No hay solución en el problema de la concordia, por que no se puede reconocer más nacionalidad que la de España y, por consiguiente, Cataluña tendrá que poner todas sus esperanzas en los designios brutales de la fuerza. 

No; si la nacionalidad catalana es condición indispensable para el reconocimiento del problema catalán, nosotros, enemigos resueltos. Ahora, ¿se quiere hablar de regiones? Completamente de acuerdo. 
En el momento en que se declare que Cataluña es una región en los límites de la autonomía, nosotros llegamos a las mayores concesiones posibles. (Muy bien). 

Región; no nación. (Grandes aplausos). Más claro, región, que no tiene ni puede tener un poder soberano sustantivo para determinar ella por sí su propia competencia jurisdiccional. No la soberanía; ésta, en la nación española. Y la nación española, al reconocer la autonomía, no lo hará de un modo caprichoso, sino atendiendo a razones históricas, a ra- zones de cultura, a la vitalidad de las regiones, a las orientaciones, pero determinando ella su competencia porque hoy, según una frase vulgar de los tratadistas alemanes que ya constituye el abecé del Derecho público, la cualidad característica de la soberanía, es la competencia de la competencia; por consiguiente, la soberanía, determina el territorio, la extensión, el dominio en el cual el Poder público puede dictar órdenes para que sean mandadas y obedecidas. Pero esto a la región, no, porque la región invadiría subrepticiamente las facultades del poder soberano y se convertiría en una nación. 

Cada vez estoy más entusiasmado de hablar a un público tan sensible y tan inteligente. 

Si fuera una nación Cataluña, un criterio de igualdad nos obligaría a reconocer lo mismo en todas las demás regiones que aspirasen a idéntico resultado. Hoy sería Cataluña, mañana sería Navarra y las Vascongadas, al día siguiente sería Aragón, después sería Valencia, más tarde Galicia, luego Andalucía, y por fin las llanuras de Castilla, que han dado un alumbramiento de más de veinte naciones al mundo, y después de todo esto, de esta proliferación de nacionalidades, ¿qué quedaría de España? Un vano nombre, un recuerdo de lo que fue, una expresión geográfica como una personalidad y un organismo incapaz de encender en el corazón de sus hijos aquel heroísmo que es la causa casi siempre de todas sus glorias. (Aplausos).

Y por eso, correligionarios y amigos, en esta cuestión de los Estatutos a mí no me ha satisfecho que elaborasen los Estatutos regionales. 

Yo he tenido a la vista esta mañana todavía el Estatuto catalán. No se llama región, se llama Estado. No habla de España como nación, habla de España como República. 

¿Por qué? ¿Por qué este temor? 

Es que parece que hay miedo a lastimar la susceptibilidad de esos nacionalismos liliputienses que serían la afrenta de nuestro país. (Aplausos). 

La autonomía regional, amplia, amplísima, cuando llegue a discutirse, a nombre vuestro, a nombre de mis correligionarios, creyendo tradu- cir el sentimiento de la mayoría del país, yo la defenderé. 
¿Pero vamos a darle a la región la justicia de España?
¿Pero vamos a darle a la región la enseñanza de España?
¿Pero vamos a darle a la región el orden público, privativo del Esta- 
do español.

Si hiciéramos esto, yo recuerdo, en cuanto a la enseñanza, aquello 
que decía Cohen, que era el lazo más poderoso para infringir la unidad, y tendríamos una enseñanza española y una enseñanza catalana que debilitaría la nacional.

Si hiciéramos una justicia catalana se quebrantaría también aquella unidad del Poder estatal que es característica en el órgano que ha de realizar el derecho. Si hiciéramos que sostuviese el orden público, mirad lo que ha pasado en Cataluña; tended la vista hacia lo que puede ocurrir en Cataluña y me diréis si puesto el mantenimiento del orden en las ma- nos de una autoridad catalana con independencia del Estado español, no se comprometería fundamentalmente la vida de la nación. Podría tener su justicia, podría tener su enseñanza, podría en los conflictos de carácter local utilizar sus medios coercitivos; pero de todos estos elementos sustanciales el Gobierno no puede privarse. (Aplausos). 

páginas  450-452
El peligro sindical

[...] Os voy a referir un secreto, que es ya un secreto a voces. Yo soy un defensor de la libertad sindical. Yo he defendido en las Cortes monárquicas la necesidad de otorgar la libertad sindical; yo he trabajado porque en esta Constitución republicana se congregara sin eufemismos ni reservas la libertad sindical. 

¿Qué hay un peligro? Oídme un momento; veréis cómo razonando y declarando lo que hay que hacer, todos estos peligros se desvanecen. El peligro nace de no haber traducido con exactitud la idea. 

Una sindicación obligatoria es absurda porque entonces, el Poder público, representante del Estado, tendría que fijar al Sindicato las normas de su estructuración. Y como el Poder público es el órgano del Estado y el Estado representará siempre, mientras haya sociedad, la clase predominante, resultaría que los sindicatos sometidos a unas normas oficiales no podrían realizar jamás esa obra emancipadora con que sueñan. 

No, el sindicato obligatorio es el sindicato fascista, donde los obreros ni tienen iniciativas, ni libertad, ni poder. 

No, el sindicato libre, muy libre. ¿Qué pueden realizar trastornos, perturbaciones? 

Ya lo sé. No podemos sustraernos a la idea aquella de Montesquieu, cuando decía que esto era el fruto del aprendizaje de la libertad.

La libertad tiene la virtud de educarse a sí misma y en el momento en que se educa a sí misma, va engendrando poco a poco como un hábito suyo, la prudencia y la justicia.

Por eso hay que permitir que los sindicatos se desenvuelvan libre- mente. Lo que pasa es, que a los sindicatos se les ha dejado como a esos niños pobres en medio del arroyo sometidos constantemente a las sugestiones de la brutalidad y del crimen. No se puede hacer eso; no se debe hacer eso. 

Hay que dar a los sindicatos la libertad para que se organicen como quieran, pero hay que infundirles inmediatamente el sentimiento de la responsabilidad, e intervenir en su vida interior y tomar parte en sus deliberaciones y saber cuáles son sus actos, y en el momento en que conciban el crimen, emplear con mano inflexible, de hierro, la fuerza. (Gran ovación). 

Y yo estoy seguro que si esto se hace, esas fuerzas perturbadoras de hoy serán mañana energías conservadoras en beneficio de la paz social. 

Y a eso hay que ir. La República, en la hora presente, tiene que mirar al porvenir, tiene que realizar la obra del progreso social. El progreso social, no son unas cuantas fórmulas vacías de contenido. Yo creo que todos nosotros, por nuestro origen, por nuestra profesión, por nuestra posición social, somos representantes de una República burguesa, pero de una burguesía avanzada y liberal, que no tiene los prejuicios, las ideas rancias, los egoísmos de esa otra burguesía que permanece petrificada en statu quo. Eso somos nosotros. Por eso promovemos reformas de carácter social, y, con la vista puesta en el ideal aspiramos a que esta burguesía de hoy se convierta en una democracia social de mañana. 

¿Fácil la tarea? Probablemente, no; pero hay que emprenderla en aras del progreso. No pueden realizar esta obra los elementos conserva- dores, porque los elementos conservadores no tienen el sentido de su necesidad; no pueden realizarla los obreros, porque la envenenarían con la pasión y con el odio sectario. Tenemos que realizarla nosotros, pero realizarla en una forma tal, que seamos una garantía para la clase conservadora, porque nosotros jamás, jamás llegaremos a la expoliación; pero que seamos también una garantía para el obrero, porque admitiremos todas las ideas avanzadas que representen una fórmula de progreso perfectamente definida. (Aplausos). 


Melquiades Álvarez
 14 de mayo de 1933
Asamblea del Partido Republicano Liberal Demócrata

La Libertad 16 de mayo de 1933


páginas 458-464 ...

El contraste entre las esperanzas y las decepciones actuales

Cuando se contempla, queridos correligionarios, el panorama social y político de España, se observa un contraste, un singular contraste entre aquellas esperanzas jubilosas que produjo la proclamación de la República y las decepciones amargas que a la hora presente se están cosechando.

¿Decepciones fantásticas? ¿Decepciones caprichosas? No. Lo dicen los enemigos; pero no es verdad.

No son decepciones oreadas por el temperamento atrabiliario de los enemigos de la República, no son decepciones fantásticas, son decepcio- nes legítimas y verdaderas, fundadas en la realidad que nos ofrece, seño- ras y señores, el triste espectáculo de un país que vive en constante y perpetua agitación anárquica (Muy bien), abandonado además de las autoridades, con la economía en ruinas, sin garantías para la defensa de sus intereses legítimos, con todos los derechos y todas las libertades amenazadas. (Muy bien).Y esta decepción que engendra odio y disgusto, esta decepción se va agudizando en muchas provincias y muchas regiones, y en algunas ya soplan verdaderos aires de fronda, ¿A qué se debe? Vamos a discurrir con entera imparcialidad acerca de estos hechos.

Fundamento del desengaño

El entendimiento simplista de las gentes cuando pretende adivinar las causas de semejante decepción, dejándose llevar de una cierta lógica del raciocinio, formula su juicio en los términos de un dilema y dice lo siguiente, con una apariencia indestructible de verdad; O la causa de esta decepción es congénita a la República, y entonces la responsabilidad es del régimen, o las causas generadoras de semejantes daños son debidas exclusivamente a la labor de los gobernantes, que no han atenido a realizar una gestión acertada y prudente. Lo primero, señores que me escucháis; la primera de las conclusiones me parece a mí disparatada y absurda, porque no es posible que se pueda atribuir a la naturaleza de un régimen político, que podrá tener sus ventajas o sus inconvenientes en relación con otros regímenes, pero que no produce fatalmente, por una ley de su vida, todos los daños de que se queja precisamente la opinión pública. Lo que pudiera suceder, porque yo no quiero recatar en nada mi juicio, lo que pudiera suceder es que el país no estuviera en condiciones o por su falla de cultura o por sus medios económicos, de ser regido por una democracia republicana.

Pero entonces no será la culpa de la institución que se pretende im- plantar; será del pueblo, que por no haber hecho oportunamente el aprendizaje debido de la libertad cae con exceso en las violencias de la demagogia. (Muy bien). Más no; no puede ser que se atribuya a incapacidad del pueblo para ser regido democráticamente, porque España no se halla en un estado tal que necesite estar sometida a tutela o regulada por la política verdaderamente abominable del caudillaje. No; el pueblo espa- ñol, desde una larga tradición, tiene una conciencia esclarecida de sus deberes y comprende perfectamente que puede regirse mediante una de- mocracia, sin que se produzcan trastornos, que casi siempre son debidos a la deficiencia con que se ejerce la autoridad por parte de los Gobiernos que la representan. (Muy bien).

La culpa no es del régimen, sino del Gobierno

La culpa no es del régimen, y el país se halla en condiciones de ser regido por instituciones republicanas; la culpa es del Gobierno (hay que decirlo con franqueza), la culpa es del Gobierno y nada más que del Gobierno, por efecto de su labor.

Creo yo, queridos correligionarios, que la labor del Gobierno hay que apreciarla desde luego por sus resultados, no por las ideas que represente con arreglo a un programa político, ni por la fidelidad con que pueda servir los Intereses más o menos bastardos de un partido. No; son los resultados de la política del Gobierno los que hay que pesar y medir, utilizando si fuera preciso la simbólica balanza de Astrea, que todos conocéis; pero hay que pesarlos y medirlos poniéndolos en relación, como contraste, primero con el orden social, que por ser una exigencia recíproca del derecho y del Instinto de la vida colectiva constituye la primera y más apremiante de las necesidades de los Estados; poniéndolos en relación, después, con las realidades económicas del país, que por ser el ci- miento de la riqueza y del trabajo determinan casi siempre el bienestar material del pueblo, y poniéndolos en relación, en fin, con el prestigio y la existencia de la República misma, a la que hay que enaltecer constantemente, asociándola a las ideas puras de la libertad y del derecho y a la que hay que servir en todo momento con el acierto en las obras de gobierno, conquistando todos los días falanges enteras de nuevos colaboradores y de nuevos entusiastas. (Aplausos).

Han apartado a la república de su ruta

No digo yo nada de particular con esto; no hay nada de particular tampoco en el programa del partido republicano liberal demócrata. No hago otra cosa que repetir lo que han hecho todos los pueblos que han querido regirse por instituciones democráticas y que han tenido la fortu- na de ser regidos por gobernantes inteligentes y esclarecidos; pero aquí amigos que me escucháis, estos gobernantes homúnculos que se encuentran en el Poder (Risas), han creído, por lo visto, que seguir una politice semejante podía constituir el delito de apostasía revolucionaria, y para evitarlo a todo trance, dando la sensación al país de que en efecto, ellos son revolucionarios, han olvidado en el ritmo de su política el credo democrático y han apartado a la república de su ruta, precisamente de los hontanares de la libertad y de la justicia y esto es lo grave. Una preocupación revolucionarla, de carácter más bien verbalista que substancial; una política revolucionaria, que no es revolucionaria, que no tiene de revolucionaria más que la frase, porque no ha sabido crear intereses revolucionarios, que si los tuviera podríamos calificarlos de injustos o arbitrarios; pero, al fin y al cabo, constituirían un objetivo que habían con- seguido con su labor perseverante de gobierno los partidos que se hallan en el Poder. (Muy bien). Una política revolucionaria, digo, es la que ha sido explotada por los partidos y los hombres que están en el Gobierno. Es una preocupación revolucionaria la preocupación revolucionarla de estos hombres que dicen a grito tendido que la revolución ha traído la República y que por tanto tiene que realizar en el Poder una obra revolucionaria. Claro es que no se encuentra por parte alguna esa obra revolucionaria que tanto pregonan y que cuantas veces se intentó de buena fe, en contra del régimen monárquico, fracasó con estrépito.

El supuesto programa revolucionario

Me basta con invocar el testimonio del repúblico y revolucionario de mejor prosapia, que es el Sr. Lerroux, y éste ha reconocido que no le habían entregado una obra revolucionaria cuando ingresaron en la cárcel. Y es verdad, porque la República no la trajo la revolución; la República la trajo el pueblo, que ha querido convertir un acto comicial ordinario en un acto verdaderamente constituyente y ha liquidado con sus votos en esta forma lo mismo las responsabilidades de la dictadura que las graves faltas de la monarquía. (Muy bien).

Dispensadme una jactancia: en esta labor de transformación política, el que os habla, unido precisamente a los llamados constitucionalistas, ha tenido una parte que es muy superior comparativamente a la de todos esos vocingleros revolucionarlos. (Muy bien. Grandes y prolongados aplausos). De modo que ya lo sabéis. Atemperándonos a la realidad y formulando nuestro juicio, tenemos necesariamente, no tan sólo que vindicar nuestro prestigio, sino que censurar la conducta de los adversarios.

No han hecho ante la opinión propaganda revolucionaria

No solamente no ha venido por la revolución, queridos correligionarios; es que los partidos que representan a los hombres que están en el Poder no han hecho ante la opinión una propaganda revolucionarla. Yo recuerdo que una personalidad ilustre, que no necesito mencionar, pregonaba la conveniencia de una República casi católica, regida por un sistema bicameral, en cuyo Senado tendrían asiento todos los obispos y arzobispos representativos de la Iglesia (Aplausos); yo recuerdo todavía más: que otro ministro de matiz socialista, que se halla en el Poder, para no alarmar, sin duda, a los timoratos, manifestaba que la República que iba a establecerse en España era una República conservadora y burguesa (Aplausos), y yo recuerdo, haciendo critica objetiva e imparcial, que los mismos socialistas, al referirse a un programa de gobierno, no hablaban para nada de la lucha de clases, ni de la propiedad ni mucho menos mu- cho menos de establecer una República espléndida de trabajadores. (Ri- sas). No, no hubo nada de esto, y, por consiguiente, ni no es la revolu- ción la que ha engendrado la República y no se ha conquistado la confianza del país con programas revolucionarios, yo pregunto: ¿En nombre de quién y con qué títulos se está realizando desde el Poder una obra revolucionaria que compromete los intereses de la vida nacional? (Muy bien. Aplausos).

Cómo empezó a surgir lo de la obra revolucionaria

No. No hubo nada de esto; hay que decirlo con absoluta claridad. Esta obra revolucionaria comenzó a surgir cuando por efecto de un conglomerado electoral, a mi juicio absurdo, se encontraron algunos parti- dos políticos con una representación parlamentaria que rebasaba sus ilusiones y sus fuerzas, partidos algunos de ellos que se habían creado hacía pocos días y estaban todavía en el periodo de la infancia (Risas); partidos, otros, de una organización más provecta; pero que no contaban, según las estadísticas que todo el mundo conoce, con masas considerables de obreros; entonces comenzó la obra revolucionaria, y, cuando empezó a prepararse el proyecto de Constitución, surgieron en el Parlamento, ya que no habían surgido en el país, esas audacias perturbadoras.


Cómo se preparó la constitución

Yo he leído hace poco tiempo un libro de un diputado que figuraba en la fracción que capitaneaba entonces el Sr. Alcalá Zamora que nos da cuenta, y una cuenta imparcial y detallada, de cómo se fue preparando poco a poco en su mayor parte el proyecto de Constitución, y nos dice, correligionarios, que el partido socialista, aprovechándose de su representación parlamentaria, unido además a otro partido que parecía tener empeño en rebasar los propios límites del partido socialista, presentó por medio de enmiendas una serie de reformas del proyecto constitucional, y esas enmiendas fueron aceptadas, por algunos, por miedo a no parecer demasiado avanzados —es un temor del que adolecen no pocos políticos en nuestro país—; por otros, que no tenían precisamente este temor, por «esnobismo» científico, ya que se les había presentado una célebre Constitución, que era la Constitución de Weimar, que se consideraba como el modelo más acabado y perfecto de democracias avanzadas, y así se fue aprobando la Constitución.

Olvidaron, sin duda. Estos licurgos a los que me estoy refiriendo que aquella ley de la imitación, que Tardieu calificaba como una ley biológica de la política, no es aplicable nunca a la Constitución, que es el Código fundamental del Estado, porque la Constitución necesita acomodarse a las realidades de la vida nacional para que se implante, y reflejar, casi con escrupulosidad sus ideas, sus prejuicios, sus sentimientos y hasta sus aberraciones, todo, en fin, lo que imprime la naturaleza de su carácter y constituye la substancia de su alma. (Aplausos).

Una Constitución ridícula de papel que no tendrá vida

De no hacer esto, queridos correligionarios, la Constitución será lo que llamaba Lassalle, y yo quiero invocar el testimonio y la autoridad de un socialista, una Constitución ridícula de papel, en la cual se consignarán hermosos principios, pero en la que no germinará nunca, absolutamente nunca, la vida, por lo mismo que se prescinde de los factores sociales y verdaderos del Poder nacional. También es el abecé del Derecho público. No creáis que descubro un nuevo horizonte; lo saben todos los que han saludado estas nociones de Derecho constitucional.

Pero conviene fijarse en una particularidad: cuando la Constitución que se elabora, por desconocimiento del país, lesiona ideas, la lesión apenas produce dolor y se puede corregir y curar fácilmente y en poco tiempo; cuando la Constitución que se elabora lesiona sentimientos vivos, hondos y además destruye intereses que constituyen el patrimonio nacional, el desgarrón en el alma del pueblo es tremendo y sus lamentos y sus quejas perturban indefinidamente la marcha normal del país. (Grandes y prolongados aplausos). Y esto, correligionarios, es lo que ha ocurrido. Estamos señalando desde aquí una pauta de gobierno que no han querido seguir los que se llaman defensores de la República y los que son sus imprudencias la están comprometiendo. (Aplausos). Así, creo yo que es como se gobierna, y se ha hecho lo contrario, queridos correligionarios, al discutirse el proyecto constitucional en esto que se llama la cuestión religiosa y en esto que se llama el derecho de propiedad.






Página 462

El supuesto programa revolucionario 

Me basta con invocar el testimonio del repúblico y revolucionario de mejor prosapia, que es el Sr. Lerroux, y éste ha reconocido que no le habían entregado una obra revolucionaria cuando ingresaron en la cárcel. Y es verdad, porque la República no la trajo la revolución; la República la trajo el pueblo, que ha querido convertir un acto comicial ordinario en un acto verdaderamente constituyente y ha liquidado con sus votos en esta forma lo mismo las responsabilidades de la dictadura que las graves faltas de la monarquía. (Muy bien). 





 páginas 470- 471

La Independencia de la Justicia 

En la Constitución se ha dicho que los Jueces ejercen su función con absoluta independencia (Risas), y por si esto no fuera bastante, ya que no se ha querido hablar de la independencia del Poder Judicial, se declara que los jueces no pueden ser suspendidos, ni trasladados, ni alterados en el ejercicio del cargo sino mediante una ley que garantice y asegure la independencia de su función. ¿Qué quiere decir eso? Que al juez hay que respetarlo, que a los Tribunales de Justicia hay que respetarlos en tanto no incurran en alguna de las faltas que pueda motivar un castigo y en tanto cumplan con su deber; pero a los jueces no se les puede destituir a capricho, y hemos visto que una República que aseguraba la independencia del Poder Judicial al socaire de una ley que parecía ser de defensa, trasladaba a todos los jueces que no tenían, a juicio del Gobierno, convicciones republicanas. Una Justicia republicana, lo mismo que una Justicia monárquica, es una justicia degradada y envilecida. (Aplausos). La Justicia no tiene más normas que la ley que ha de aplicar, atemperándola al caso que es objeto de la contienda, y el juez, obedeciendo a su propio honor, debe aplicar la ley, santificando el derecho de la parte que está asistida de él. Pero si los Tribunales para fallar una contienda tienen que estar mirando la cara del ministro (Risas) o de los servidores del ministro, yo os digo que la Justicia no existe, y esto—no lo olvidéis—es peor que el despotismo, porque todavía en un pueblo regido por un déspotas e puede vivir, ya que a lo mejor el déspota tiene resplandores de acierto en su gestión que la obligan a no divorciar su conducta de la ley; pero cuando en un pueblo la justicia sea un simulacro, huid de ese pueblo, porque el honor, los intereses de la vida, todo estará en peligro. (Grandes aplausos). 
Después de la disección sintética y a la ligera que ante vosotros acabo de hacer, no podrá extrañaros que cada vez más se acentúe la protesta del país y llegue a tener clamores de ira que asustarían a cualquier persona que, estando en el Poder, tuviera la más insignificante sensibilidad política. 




Melquiades Álvarez

«La República y la democracia liberal»

 27 de mayo de 1934
Discurso en el Teatro de la Comedia de Madrid

 La Libertad , 29 de mayo de 1934



página 483

El ensanche de la base de la República 

Pasa a señalar algunas características del partido que dirige. Recuerda la inmaculada pureza del origen de la República, que tanta admiración causó en el mundo. Recuerda también los requerimientos que hizo a las fuerzas conservadoras y a la masa neutra para que disciplinaran en los partidos políticos y reconocieran la República, apartándola así de aquellos peligros a que podía conducir las exaltaciones de los jacobinos y de los extremistas. Mi requerimiento —dice— fue atendido. La CEDA con sus 117 diputados, y los agrarios reconocieron y acataron la República y prometieron defenderla con lealtad. La Lliga regionalista se apresuró a sostener en su ejecutoria el calificativo de republicana, y la fracción vasco-navarra hizo también profesión de fe republicana. Es decir, que la República, apenas nacida, cuenta con el concurso valiosísimo de nuevas fuerzas y comienza a consolidarse, a girar con serenidad ante el porvenir. Lo que se quiere es que la República pueda vivir, que la República pueda consolidarse. Pues bien; estos republicanos del bienio, que han monopolizado el Poder a título de republicanos y que con sus dislates estuvieron a punto de provocar la ruina de España, miran en estos instantes el concurso de estos elementos, no con recelo, sino con odio, y quieren poner fronteras en el campo republicano para que no puedan penetrar en él ni defender el régimen los hombres que por sus convicciones y por amor a la patria quieran defenderlo. (Aplausos).

Páginas 483-484

Las Constituyentes y la Constitución 

Después de la República se celebraron las elecciones para las Cortes Constituyentes. A las Cortes Constituyentes fueron muchos republicanos 483 484 MELQUIADES ÁLVAREZ en una coalición confusa, heteróclita y desordenada, donde no se sabía el programa de cada uno y donde no se podía computar el número de votos que cada uno de los candidatos habla alcanzado. Aquello era muy malo. Después de citar el caso concreto de Valencia, en donde recuerda tuvo más votos que el Sr. Azaña, y el Sr. Lerroux más que los dos, manifiesta que los partidos, algunos convencionales y artificiosos, vinieron al Parlamento sin saber las fuerzas electorales con que contaba cada uno. Agrega que en la propaganda nadie habló de República revolucionaria. Don Marcelino Domingo decía en su propaganda que la República tenía que ser una República conservadora. Los mismos socialistas no hacían la propaganda desenfrenada del tipo socialista. No podía hablarse del espíritu revolucionario porque la revolución no existía. La única revolución que había surgido, por desgracia para sus caudillos, era la revolución fracasada de Jaca, y si aquella revolución hubiera triunfado es muy posible que la República no fuera lo que soñaron que fuese sus primeros gobernantes. Pero, en fin, no se hable de esto. No era una República revolucionaría. Pues hemos llegado al Parlamento y nos hemos encontrado con unos cuantos jacobinos que, por lo visto, habían hecho la revolución en las nubes; pero que no habían descendido a la Tierra para que la viéramos. Y esos señores, con palabras solemnes, con lenguaje altisonante, decían que era indispensable rendir tributo al espíritu revolucionario, y para rendir tributo al espíritu revolucionario, hicieron aquella Constitución, que tenía por fetiche la Constitución de Weimar, una Constitución que era el modelo de todos los nuevos juristas y políticos; pero una Constitución que bastó un papirotazo de Hitler para que quedara convertida en un pedazo de papel. A nombre de la revolución se formó la Constitución. 


[...] La revisión constitucional 

Será fácil, muy fácil, que podamos llegar a una coincidencia en la revisión constitucional ¿Quién lo duda? La revisión constitucional es necesaria. La constitución está llena de disparates desde aquel primer artículo (Risas) que dice para halagar a los obreros, que la República es una República de trabajadores, sobre la base de la libertad y de la justicia; una república de trabajadores que promete dignificar el trabajo y garantir el ejercicio de una profesión a los obreros; pero una República de trabajadores que deja a millaradas de obreros hambrientos que paseen sus desnudeces por las calles, sin duda porque no tienen donde dedicar sus actividades; desde estos y otras muchas cosas que es preciso completar porque la constitución de la República es deficiente y habrá que corregir los defectos de la Constitución estableciendo el Senado, que hemos pedido nosotros (porque el Senado no iba a ser un remedo del Senado monárquico, sino una representación de los intereses colectivos), y que ahora, incluso autorizados socialistas arrepentidos, dicen que es absolutamente indispensable. Anuncia que habrá de ser suprimido el Tribunal de Garantías. 487 488 MELQUIADES ÁLVAREZ Termina diciendo: «Vamos a gobernar, pues, los elementos de centro con orientación derechista en un Gobierno mayoritario; vamos a formar un programa, y la primera base del programa, un presupuesto. Yo el otro día escuchaba atentamente al Sr. Cambó, cuya competencia es conocida, y ante su discurso, que ha sido una diatriba justificada, contundente, definitiva contra la Hacienda de la Dictadura y contra ciertos errores de los republicanos, yo me estremecí de pavor cuando el líder catalán decía con acierto que nuestra peseta está deprimida y que sobre la depresión de la peseta nos amenaza la elevación de los precios. Depresión de la moneda y elevación de los precios; una catástrofe terrible. Para evitarla hay que apresurarse a formar un presupuesto donde se corrijan tantos y tantos gastos inútiles: el presupuesto de la República, para que no se liquide con déficit; un presupuesto que sea la obra de un Gobierno que dé seguridad, por la fortaleza parlamentarla, de que su vida no está expuesta a una emboscada o a una traición. Así, con otras leyes que son complemento de la Constitución, con la ley Electoral, con leyes relativas a la organización de la actividad administrativa del Estado, podremos servir a la República, serviremos a la República, y habrá que decir a todos: Empieza una era de prosperidad para el Régimen republicano, que cuenta con elementos nuevos valiosos; que se consolidan, se identifican con España, y al servir a la República trabajamos por el bienestar y por el engrandecimiento de la patria». (Grandes y prolongados aplausos)





Melquiades Álvarez

«España entre dos fantasmas»

Discurso en el Teatro Principal (Oviedo)

El Noroeste, 16 de febrero de 1936

 páginas 489-499

Cortes facciosas y Constitución inservible 

Cuando se aprobó esa Constitución —fue, si no recuerdo mal, el 9 de diciembre de 1931— y pocos días después, el 2 de enero de 1932, celebré yo a nombre del Partido Liberal Demócrata, un mitin en el Teatro de la Comedia en Madrid, donde dije: esas Cortes por las que aprobasteis una Constitución son Cortes que no pueden sobrevivir porque son facciosas. Fui el primero que pedí la disolución de las Cortes. Dije también que el Gobierno que había elaborado la Constitución era un gobierno sectario, que perjudicaba con sus intransigencias la obra de tolerancia que debía encarnar la República y que la Constitución era inservible porque había que atenerse a las realidades y no a procedimientos de violencia para realizar por las vías legales lo que la misma Constitución establecía. Hice entonces un llamamiento a la clase neutra y a los partidos políticos que no se habían definido todavía con claridad y exactitud en la cuestión del Régimen y les exhortaba que vinieran a la República como mandatarios y predicaran de común acuerdo con nosotros la revisión constitucional, y también para que trabajaran contra la obra del Gobierno, disolvente y anárquica, a fin de que fuese corregida y modificada sustancialmente. Vi con satisfacción que todos estos partidos que eran perseguidos por una obra de Gobierno estaban conformes con aquellas ideas que yo había lanzado en el mitin de la Comedia y estaban conformes, además, con lo que siempre he dicho, con lo que siempre ha declarado, este que os habla a quien […] algunos periódicos, provocando, no la risa, sino el desprecio, de amigo y de explotador de todos los regímenes políticos. De eso, de explotador ya hablaremos.

Lo que se entendía por la accidentalidad de la forma de Gobierno 

Lo que yo dije era que la República, como todas las formas de gobierno, no tiene un valor sustancial, sino un valor accidental, transitorio, meramente histórico. Hay muchos por ahí (y es posible que lo hayáis oído aquí en algún mitin agentes que visten a lo revolucionario y gastan melena a lo Danton y que hacen alarde de estar en las avanzadas del progreso de la Humanidad), hay gentes que dicen que es un grave pecado mortal hablar de la accidentalidad de las formas de Gobierno. 

A mí me asombra que todas estas cosas de buen sentido no hayan prendido todavía en la inteligencia privilegiada de esos genios (que, por lo visto, no entienden las cosas a medias, sino al revés de lo que son) para preguntarles si cuando se habla de valor esencial se habla de cosa permanente, absoluta e inmutable, que no cambia; y si es cierto que las formas de gobierno son sustanciales, vais a decirme que es sustancial entre la forma republicana conservadora y una forma de republicana de gobierno avanzada, entre una República burguesa y una República so- viética, entre una República autocrática, como muchas de las repúblicas de las que viven en Centroamérica y una República progresiva y demo- crática, qué es lo sustancial ¿la democrática, la burguesa, la autocrática, la conservadora? Pues entonces resultaría que la República es un vestua- rio que no tiene importancia, una cosa insignificante y ridícula que puede acomodarse a todas estas formas y por consiguiente, no tiene valor sustancial y positivo.

Pero, sobre todo, les diría; si la República es una cosa sustancial y los socialistas son las avanzadas republicanas, como ellos dicen, ¿cómo se explica que monarquías tan antiguas como la inglesa sean servidas por socialistas que representan a los elementos más avanzados? ¿Cómo se explica que monarquías como la de Bélgica, que es monarquía demo- crática pero que establece en su Constitución privilegios para la iglesia y para la enseñanza católica sea servida por socialistas como Vandervel- de, creyendo que de esta manera pueden favorecer los intereses avanza- dos de las clases democrática? ¿Cómo se explica, señoras y señores, que en Suecia y todos los países del norte, republicanos avanzados como los socialistas, no tengan inconveniente en convivir con los Reyes realizan- do y recogiendo aspiraciones del país para aquellas transformaciones y modificaciones que las evoluciones de las ideas traen consigo? 

No. Son accidentales las formas de Gobierno. Pero oídlo bien, accidentales, siempre a base de lo esencial, que no puede modificarse como es la libertad, que no puede sustituirse por nada, primero para no caer en él oprobio servil de la esclavitud y segundo, la democracia, que es el pueblo, que sois vosotros, que sois la autoridad soberana que tiene que dictar las leyes, que tiene que acatar y cumplir el poder del Estado. 

Así creo yo y así soy y veo con satisfacción que todos mis amigos y correligionarios de la candidatura de la lucha electoral de mañana están conformes conmigo en la accidentalidad de las formas de Gobierno pues así lo proclamó su jefe repetidas veces. Eran ideas que había pretendido verter en la conciencia de las personas que están llamadas a redimir en el porvenir la política española de sus errores. 

Otro error de la Constitución 

Lo que dije de la religión y de la accidentalidad de las formas de Gobierno, lo dije también de la propiedad. Hay aquí algunos propieta- rios, y he de decirles que en aquella Constitución —lo más grave en la Constitución podría consignar— había un artículo copiado según algu- nos de la Constitución celebre de Weimar en el que se decía artículo de la misma Constitución en el que se dice que puede socializar- se la propiedad por el voto absoluto de la mayoría de la Cámara. Es decir, que si vienen unas Cortes que se llamen socialistas, podrían presentar una proposición diciendo que la propiedad que a cada uno de vosotros os pertenece puede socializarse sin indemnización, y resultaría que se os despojaba de una propiedad con una mal disfrazada pena de confiscación estableciéndolo así el voto de la mayoría de la Cámara. que no se puede admitir la pena de confiscación, pero a renglón seguido hay otro 

Los republicanos que desertaron de la República 

¿No lo veis? Todo esto lo proclamaba yo como necesario y proclamándolo así decía que había que gobernar con estos elementos (dice refiriéndose a la CEDA) formando primero un Gobierno minoritario que tuviera benevolencia en las Cortes y seguidamente un gobierno mayoritario con la participación directa en el ejercicio del poder. 

Se aceptó esta proposición prendiendo en la conciencia política de las gentes y el Gobierno se constituyó de esta forma. 

Y llegamos aquí al punto neurálgico de la cuestión. Cuando Lerroux, republicano tradicional, recogiendo esta expresión, dijo que era necesa- rio formar un gobierno con estos elementos de la CEDA, con los agra- rios, con los liberales demócratas y los radicales, los elementos avanza- dos del republicanismo y del socialismo amenazaron con una revolución. Y hubo algo más, todos los jefes de estas fracciones políticas publicaron de común acuerdo una nota en la que consignaban con absoluta irreve- rencia al jefe del Estado, que si gobernaban estos señores, rompían toda la solidaridad con los órganos representativos republicanos y con las instituciones fundamentales del país. 

Fue la única vez que me levanté en las Cortes para referirme a esta nota porque esos señores desacataban la voluntad popular del pueblo y se apartaban voluntariamente de la República y dije al Poder Moderador que no debían ser recibidos en consulta, pues parecería por quien lo hi- ciera una vileza o una cobardía. (Ovación). 

Asturias, víctima de la Revolución 

Y la revolución surgió escogiendo como víctima propiciatoria a la inocente y querida Asturias que, por ser nuestra madre, es para nosotros una pequeña Patria donde hemos nacido, donde todos nosotros tenemos tantos recuerdos, donde han surgido las primeras esperanzas de nuestra alma y donde probablemente encontremos el descanso muchos de los que hoy nos dirigimos a vosotros. 

Hola, yo me preguntaba. ¿Por qué fue esta revolución? ¿Qué motivos legitimaban esta revolución? Pero ¿no os acordáis vosotros que fuisteis testigos presenciales de ello? Pero ¿es que hay gentes tan olvidadizas, tan egoístas y tan pecadoras que olvidando los deberes que tienen para con su pequeña Patria se atrevan a colocar sobre el pavés ungiéndolos con la representación política en las Cortes, a los causantes de aquel movimiento, a los que lo patrocinaron y a los que lo enaltecen? Pero ¿es posible que Asturias, en mi querida Asturias se realice esta labor suicida? Yo no lo creo. Sería, entonces, cosa de abominar como asturiano... (Gran ovación). Sería entregar la provincia como feudo a las demasías de esos anarquizantes y habría que creer entonces que se había perdido en Asturias el instinto de conservación. 

Yo no lo creo porque no puedo olvidar lo que aquí pasó. He venido de Madrid después de escuchar el relato de mi correligionario y amigo Don Alfredo Martínez, y vine cuando todavía se notaba en las calles los restos de aquella hecatombe revolucionaria. Vi destruida la Cámara Santa y pen- sé en la aflicción terrible que experimentarían ante sus ruinas los creyentes en los milagros y en las virtudes de la religión. Y vi destruido, lo que fue casi desde mi niñez, el asilo y el hogar de mi espíritu, mi Universidad, donde tenía yo tantos recuerdos como estudiante luchando por las ideas que ahora propugno con un espíritu levantisco, joven, en unión de aque- llos, muchos de los cuales han perecido, y otros viven recordándome y donde después estuve como catedrático. Y la vi reducida a escombros por las balas y el incendio de los revolucionarios, que parecían tener un espíritu sacrílego cebándose en todo lo que representaba espiritualidad. 

Vi algo más. No hablo de lo que hayan sufrido por persecuciones mis correligionarios y amigos que luchan constantemente por la libertad. Yo no me he forjado ilusiones, si por desgracia o por fortuna, me hubieran encontrado en mi casa —todos conocéis a los revolucionarios gene- rosos— no sé lo que hubiera sido de la pobre persona que en estos momentos os dirige la palabra. Probablemente lo hubieran escarnecido... (Ovación que impide oír al orador). Conste que yo no siento temor a nada. Nunca lo he sentido. 

Así fue la revolución. Me gusta que discurráis conmigo porque no soy partidario de abominaciones ni calificativos fuertes para producir efecto en vosotros. Quiero que el convencimiento responda en vuestro espíritu y os digo: ¿qué pretexto era el de esta revolución? ¿que hizo la revolución? 

Una tesis arbitraria 

Una personalidad ungida con la representación de la mayoría, el jefe del Estado, que otea desde las alturas el horizonte político de nuestro país, ha advertido que sin motivos y sistemáticamente, no hay razón al- guna para pronunciarse en contra de la voluntad popular de la que son esclavos y mandatarios, pero ellos daban al pretexto de que esos señores de acción popular no se habían definido como republicanos y por lo tanto, no podía entregárseles el Poder. 

Hasta hubo un célebre jurista que dio una especie de dictamen declarando que mientras no se hubieran declarado republicanos ante el cuerpo electoral, el jefe del Estado estaba imposibilitado de conferirles participación en el Gobierno. 

A mí me extraña que cundan tan fácilmente las insensateces y que hombres que se llaman privilegiados y juristas eminentes encuentren, por lo visto, razones para justificar una tesis completamente arbitraria. 

Repetiré un ejemplo elocuente que lo define todo. Yo fui como republicano a las Cortes, yo actué como republicano y luchaba contra el régimen como republicano. En mi primer discurso, que los parlamentarios y la opinión pública acogieron con un cariño que yo no merecía, hablé de la instrucción pública y si no recuerdo mal, en el mes de octubre o noviembre de aquel año yo fui a las Cortes y al poco tiempo surgió la crisis, una crisis parcial. 

Estaba yo comiendo en compañía de mi santa compañera (Aplausos que interrumpen), cuando se presentó en mi casa el Subsecretario de la Presidencia del Consejo, quien venía en nombre de Práxedes Sagasta a ofrecerme la cartera de Gobernación. Lo publicaron todos los periódi- cos. Le repetí, manifestándole de antemano mi gratitud, que yo entendía que para ser ministro era indispensable tener una independencia econó- mica que yo no tenía, pues de otra manera la maledicencia se cebaría en uno. Se lo agradecí, pero yo seguí siendo republicano y repudié la oferta. No dijeron nunca los periódicos que el jefe del Estado hubiera cometido un dislate ofreciéndome a mí una participación en el Gobierno como republicano y a nadie podía parecerle sospechoso. Sin embargo, ahora que hay una República, con una mayor amplitud de criterio que la mo- narquía más tolerante con los hombres nuevos que quieren servirla por haberles concedido participación en el Gobierno a los elementos de la CEDA se provocó un movimiento revolucionario y esas gentes que quie- ren enaltecerla, esas gentes que quieren servirla se encuentran con difi- cultades por parte de los enemigos de la democracia, enemigos de la soberanía popular a la que tienen la obligación de servir. Y voy a termi- nar porque yo tengo la desgracia y lo declaró en altavoz ante vosotros de emborracharme muchas veces hablando con daño y quebranto para mi salud, pronunciando discursos que os fatigan. (Muchas voces: ¡no, no!). 

Perseguir las ideas es dudar de la verdad 

Yo os diría que a mí no me asustan las agitaciones de la vida pública, nunca me asustaron. Yo no respondo de los demás y no respondo más que de mi partido. No tengo intransigencias. No abrigo ideas de persecución contra ninguna clase de ideas, ni doctrinas por absurdas y funestas que sean. Creo, como creyó Maura en una controversia con quien nos dirige la palabra, que el pensamiento no delinque y esas ideas absurdas se comba- ten con ideas y con razones. Persecuciones, no porque perseguir en nom- bre de ellas es tanto como dudar de la verdad. Y si mañana prevaleciera la opuesta, lo que hoy se hace con ciertas ideas se haría después con otras creencias santas y divinas que son patrimonio espiritual y sagrado del pue- blo español. No, yo no quiero persecuciones, no las admito. 
Yo creo que no se puede admitir ninguna de las tesis del marxismo. Casi niño, lo combatí yo en una conferencia en Bilbao donde estaban los socialistas y hablé precisamente criticando el marxismo, lo que ahora es corriente. Decía que no puede admitirse la socialización de todos los medios de producción y de cambio, y tampoco creo que pueda estable- cerse una igualdad entre los hombres porque esto anularía la obra sobre- natural de la providencia. La teoría marxista de la igualdad establecería la más absurda de las igualdades, la igualdad en la miseria. 

Deberes para con los obreros 

He dicho siempre esto sin olvidar los deberes que tenemos para con los obreros. Me vais a permitir que me vanaglorie e insista en ello. Yo, más obligado que todos estos señores, probablemente porque todos han nacido en una relativa posición de holgura y apartados de momento, del elemento obrero. Pero yo no, y lo digo lleno de vanidoso orgullo. Yo nací en lo más humilde, yo soy hijo de padres a quienes he visto sudar llenos de fatiga y de cansancio después de una ruda labor de trabajadores y he compartido las miserias y estrecheces en un hogar humilde, por no decir en un lugar pobre. Esto me llena de orgullo. Soy vuestro y por azares de la fortuna, por esta virtud que tiene el régimen burgués he podido llegar sin merecerlo a las cumbres de la política y he podido dirigir gobiernos y no los he dirigido porque comprendía que al aceptarlos no halagaba mi vanidad, sino que... (Aplausos que interrumpen). 
Tenemos que trabajar para los obreros. 

La revolución rusa 

Habló de la dictadura del proletariado, mi querido amigo y compa- ñero Ladreda, elocuentemente. Y yo pregunto, ¿dictadura del proletariado? oídlo, oídlo. Es extraño que las gentes no se den cuenta de que el país que se nos ofrece como modelo es Rusia. 

Allí surgió una revolución. Cayó el zar y montando ya en el tren, aceptó la dimisión que le propuso el general Ruzski y se apoderaron del poder unos hombres, entre ellos el socialista Kerensky y en menos de tres meses aquel gobierno fue disuelto y sustituido por el Gobierno soviético. 

El Gobierno soviético tenía que monopolizar el comercio, tenía que emancipar a los obreros para que no sufrieran un minuto más el yugo de la burguesía y eran esos hombres, Lenin y Trotsky, siendo Trotsky el retórico jacobino y libertario y Lenin, hombre frío, eslavo de una gran firmeza de voluntad y enérgico. No hicieron la transformación y se nombraron comisiones de obreros que representaban la emancipación del proletariado para vigilar las fábricas y hacerse dueños de las fábricas. 

Lenin se asustó de su obra y dijo públicamente que el pueblo ruso no estaba preparado para esa transformación rápida que le llevaba desde el zarismo, régimen de privilegios para la burguesía, al sovietismo. 

Rykov era el jefe del Consejo Nacional Económico y dijo que los obreros no podían, por falta de inteligencia, acomodarse al caudillaje técnico, que la ciencia había puesto a su disposición y entendiéndolo así Lenin, dio un cambio hacia atrás y dijo: «no es una retirada estratégica —estas son sus palabras— es una rectificación para intentar en años sucesivos nuevas conquistas.

Pero lo cierto es que fracasaron dejando de nacionalizar todas las fábricas que tuvieran menos de treinta obreros empleados a su servicio y las tierras no quisieron dárselas a los campesinos porque necesitaban alimentos para los soldados, haciéndose preciso requisar todas las cosechas. 

Ni aun así daba resultado y disciplinaron militarmente a los obreros adscribiéndolos a las fábricas. Y como todavía esto no fuera el resultado beneficioso que ellos esperaban, lo que hicieron fue declarar ilícita la huelga, castigando a los «meneurs» con cárceles, trabajos forzados y con la muerte y establecieron los métodos burgueses de salarios a destajo, imponiendo un mínimo de producción obligatorio, primas para los obre- ros activos, supresión absoluta de huelgas e inscripción obligatoria en las fábricas. Ya lo dijo un célebre publicista que presenció todos estos he- chos: «la dictadura del proletariado se ha convertido en una dictadura sobre el proletariado». 

Esto es lo que os espera a los que presentáis como modelo a Rusia. Eso es lo que espera las organizaciones que celebraron alianzas con los anarquistas, con los sindicalistas, con las fracciones comunistas y con toda esa gama de partidos que tienen su espíritu puesto en Rusia, a los que se les ofrece como un ideal redentor ese Estado. 
Hay que crear pequeños propietarios 

¿Pero mi país, que es un país sensato donde todos discurrimos con la cabeza que tiene criterio de ser un país bien sensato, puede alucinarse con tales locuras? ¿pero es que hay campesinos, pobres, campesinos que creen que se les va a dar la propiedad de la tierra porque lo predicaron Trotsky y Lenin en Rusia y luego no lo cumplieron? ¿pero es posible esto? No. 

Hay que crear en la República una clase de propietarios, como lo hizo la revolución francesa, por la generosidad de los propietarios que en la noche del 4 de agosto renunciaron a sus privilegios y así se pudieron cercenar, mutilando y destruyendo los latifundios incultos que estaban en manos de poderosos terratenientes. Pero hay que cercenar con indem- nización porque si no se cercena con indemnización se comete un des- pojo; yo, que soy jurista, que enseño el derecho a las gentes y que lo practico todavía en el ejercicio de mi profesión, no puedo sancionar con mi voto, un despojo. 

Yo seguiré trabajando para ellos y preparando su engrandecimiento. Repito lo que dije antes, que soy contrario a los agitadores turbulentos, a los agitadores de esas pasiones, siendo preciso que todos acaten y es- cuchen la voluntad del pueblo que es la democracia, tienen que vivir en la seguridad. Tienen que vivir en la legalidad y proscribir la violencia inspirándose en la justicia para que la España del porvenir sea tan grande y próspera como lo fue antes. (Enorme ovación acoge las palabras últi- mas del ilustre tribuno, el público puesto en pie le aclama frenéticamen- te dando ¡vivas! al político honrado). 




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