JACINTO BENAVENTE: « LA POLÍTICA Y LOS INTELECTUALES« ABC, 30 DE SEPTIEMBRE DE 1930
JACINTO BENAVENTE:
«LA POLÍTICA Y LOS INTELECTUALES»
Al contar de antemano con vuestra benevolencia, sin enfadoso exordio, me entro por el tema propuesto, tal vez demasiado ambicioso, pero que no he dudado en elegir en la seguridad de que por su mismo asunto podrá interesaros, temeroso de mi poco acierto en dar interés a otro asunto que por sí mismo no os interesara: La política y los intelectuales.
Ante todo digamos, parafraseando a Fígaro: «¿Quiénes son los intelectuales y en dónde se encuentran?» Desde luego, a muchos de ellos se los encuentra entre los políticos. No caeré en la vulgaridad de creer que entre los políticos no hay hombres intelectuales y que la política es patrimonio de fracasados en otras esferas de la actividad intelectual. La mayoría de nuestros políticos es muy inteligente; algunos, quizá demasiado inteligentes, hasta pasarse de listos, como suele decirse. Eso sí; es triste pensión del Poder que durante su ejercicio esa inteligencia produzca lamentables eclipses y de ella apenas parezcan señales visibles cuando más necesario sería que resplandeciera. Pero una vez en la oposición, la inteligencia de nuestros políticos se aclara, y para los más arduos problemas nacionales que en el ejercicio del Poder no acertaron o no se atrevieron a resolver, hallan en la oposición las más acertadas y fáciles soluciones.
Tan bien parecen alejados del Gobierno, que el país, incauto, llega a creer que al volver a gobernar lo harán bien aleccionados por la experiencia; pero, ¡ay!, que una vez reintegrados al Gobierno, de ellos puede decirse, como de la Corte y la aristocracia se dijo en Francia al restaurarse la Monarquía, pasadas las tremendas crisis de la Revolución y del Imperio: «No han aprendido nada y lo han olvidado todo». Fragilidad de memoria que es incapacidad de previsión. Este es el mayor mal de la política española. Así hemos visto cómo entre todos nuestros políticos, culpables, todos, todos, del advenimiento de la Dictadura, pocos han sido los que han aceptado con nobleza su parte de culpa. La mayor parte han preferido, con algo que, de no llamarlo peligrosa inconsciencia, pudiéramos calificar de mal gusto, elevar las responsabilidades a las alturas; a las alturas en donde, a poco que se entienda de manejos políticos, sabemos que es la región en donde, por su misma altura, no se dispone nada y hay que soportarlo todo. Los que pretenden elevar las responsabilidades de la Dictadura son los primeros en saber lo que hubiera sucedido de no aceptarla. Ni sé cómo hay políticos del antiguo régimen que se atrevan a exigir responsabilidades, cuando sólo por el modo de llevar los asuntos y la campaña de Marruecos habría para exigírselas a ellos hasta empalmar con el día del juicio, en que habrán de dar más estrecha cuenta. Yo espero de la cordura de alguno de ellos el más rotundo arrepentimiento de una ligereza que sólo tiene esa disculpa: haber sido ligereza.
La Dictadura. ¡Horrenda palabra!, una palabra, un nombre, porque, en realidad, ¿no es toda forma de Gobierno una Dictadura? Dentro del sistema parlamentario, desde el momento en que un grupo, una fracción del Parlamento, consigue imponerse, ¿no ejerce una Dictadura más irresponsable que la Dictadura individual? ¿No hemos visto cómo el presidente del Consejo de ministros, en Francia, se ha visto obligado a anticipar el cierre del Parlamento para evitar el obstruccionismo sistemático de la oposición? Y en todas partes, en todos los países, ¿qué se ve hoy más que Dictaduras más o menos disimuladas, y cómo se substituye la imperante sino con otra de mayor presión y violencia? Dictaduras que son una forma del socialismo, porque tan socialista es la Dictadura en Italia con Mussolini, como la Dictadura en Rusia con Lenin y Stalin, como la Dictadura norteamericana con sus plutócratas. Quizá por eso, las tres, aunque diferentes en su aspecto, se entienden tan bien en sus negocios comerciales. El comercio internacional, el alma de la política en los modernos tiempos.
A nuestras izquierdas, cuya más relevante cualidad es la consecuencia -siguen pensando como en los mejores días anteriores a la revolución del 68-, les parecerá, de seguro, paradoja la afirmación de la semejanza ideológica entre Lenin y Felipe II. Su aspiración era la misma: la unidad, la catolicidad del mundo -en el más amplio y verdadero sentido de la palabra-. Los dos atendían al fin sin reparar en los medios. Hay que conceder que los de Felipe II no eran tan extremosos y violentos; al fin, era un espíritu aristocrático. El de Lenin no podía ser más plebeyo. De Lenin decía Gorki: «Yo creo que la individualidad humana le es indiferente. Sólo piensa en los partidos, en las grandes masas, en los Estados». Era enemigo acérrimo del parlamentarismo, de la democracia y de todas las libertades. Suya es la frase: «La libertad es un prejuicio burgués».
El Escorial y Moscú. ¡Qué interesante estudio comparativo pudiera hacerse de las dos políticas, de sus aspiraciones a la pacificación universal por el universal dominio, en nombre de una idea: la religiosa, en El Escorial; la comunista, en Moscú! Idea capaz de sobreponerse a todos los sentimientos de nacionalidad y de raza.
Nuestras izquierdas, al barajar sin concierto los conceptos de república y socialismo, como compendio de todas las libertades, no han acabado de entender todavía que el republicanismo, como lo entienden nuestros republicanos, no tiene nada que ver con el socialismo, que es, justamente, coacción de la libertad individual en provecho de una más perfecta organización social. Los socialistas sí lo saben y sí lo entienden, porque son más avisados que los republicanos, pero cultivan y fomentan la confusión por lo que pueda aprovecharles. El día en que triunfara el verdadero socialismo habría que ver el estupor de muchos que hoy se llaman socialistas, al verse chasqueados en sus aspiraciones libertarias.
El socialismo, al implantarse en España, habría de ser por una Dictadura, diérasele el nombre que se quisiera, como todo nuevo régimen por necesidad ha de serlo al implantarse y hasta verse consolidado.
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