LAS POLÉMICAS EN TORNO DE LA LAICIDAD HAN SIDO UNA DE LAS PRINCIPALES FUENTES DE INTOXICACIÓN DE LA VIDA CAMPESINA EN FRANCIA.
El desarraigo campesino
Las polémicas en torno de la laicidad han sido una de las principales fuentes de intoxicación de la vida campesina en Francia. Por desgracia, aún no están prontas a su fin. Resulta imposible evitar tomar posición en tal problema, y en principio parece casi imposible dar con una no muy mala.
En verdad que la neutralidad es mentira. El sistema laico no es neutro; transmite a los niños una filosofía de una parte muy superior a la religión del tipo San Sulpicio[*] y de otra muy inferior al cristianismo auténtico. Pero éste, hoy día, es harto raro. Muchos maestros tienen por tal filosofía un fervor religioso.
La libertad de enseñanza no es una solución. Esta expresión está vacía de contenido. La formación espiritual de un niño no le pertenece a nadie; ni al niño, pues no se halla en situación de decidir; ni a los padres; ni al Estado. El tan frecuentemente invocado derecho de las familias es sólo una máquina de guerra. Un sacerdote que, teniendo una ocasión natural para hacerlo, se abstuviera de hablar de Cristo a un niño de familia no cristiana sería un sacerdote sin mucha fe. Mantener la escuela laica tal cual y permitir e incluso favorecer, junto a ella, la concurrencia de la escuela confesional es absurdo desde el punto de vista teórico y práctico. Las escuelas privadas, confesionales o no, no deben autorizarse en virtud del principio de libertad, sino por motivos de utilidad pública en los casos en que dichas escuelas sean buenas, y bajo la reserva de un control.
No es solución darle al clero una parte en la enseñanza pública. Aunque fuese posible —y en Francia no lo es sin guerra civil—, no sería deseable.
Que se ordene a los maestros hablar de Dios a los niños, como hizo durante algunos meses el gobierno de Vichy por iniciativa del señor Chevalier[*] , es una broma de pésimo gusto.
Mantener el estatuto oficial de la filosofía laica constituiría una medida arbitraria, injusta —por cuanto no responde a la escala de valores—, y que nos arrojaría directamente en el totalitarismo. Pues, aunque la laicidad ha provocado cierto grado de fervor casi religioso, se trata, por la naturaleza de las cosas, de un grado débil, y vivimos en una época de entusiasmos al rojo vivo. El único obstáculo para la idolatría del totalitarismo consiste en una vida espiritual auténtica. Si no se acostumbra a los niños a pensar en Dios, se harán fascistas o comunistas por necesidad de consagrarse a algo.
Una vez reemplazada la noción de derecho por la de obligación vinculada a la necesidad puede discernirse claramente qué exige la justicia en este ámbito. Un alma joven que despierta al pensamiento necesita el tesoro acumulado por la especie humana a lo largo de los siglos. A un niño se le perjudica cuando se le educa en un cristianismo estrecho que le incapacite por siempre para reparar en los tesoros de oro puro contenidos en las civilizaciones no cristianas. La educación laica aún causa un daño mayor, pues disimula esos tesoros, principalmente los del cristianismo.
La única actitud legítima y prácticamente posible que pueda adoptar, en Francia, la enseñanza pública respecto del cristianismo es la de considerarlo un tesoro del pensamiento humano entre tantos otros. Es el colmo del absurdo que un bachiller francés tenga conocimiento de los poemas de la Edad Media, de Polyeucte , de Athalie , de Phèdre , de Pascal, de Lamartine[*] , de doctrinas filosóficas impregnadas de cristianismo como las de Descartes y Kant, de la Divina Comedia o El Paraíso Perdido , y jamás haya abierto la Biblia.
Tan sólo habrá que decir a los futuros maestros y profesores que la religión ha desempeñado siempre y en cualquier país, salvo recientemente en algunos lugares de Europa, un papel dominante en el desarrollo de la cultura, del pensamiento y de la civilización humana.
Una instrucción en la que no se trate nunca de religión es absurda. Por otro lado, así como en historia se habla a menudo de Francia a los niños franceses, también es natural que, estando en Europa, cuando se hable de religión se aluda ante todo al cristianismo.
En consecuencia, habría que incluir en todos los niveles de la enseñanza media cursos que podrían rotularse, por ejemplo, historia religiosa. Se daría a leer a los niños pasajes de las Escrituras y, sobre todo, del Evangelio. Y se comentarían de acuerdo con el espíritu mismo del texto, como hay que hacer siempre.
Se hablaría del dogma como de algo que ha desempeñado un papel de primera importancia en nuestros países, y en el que hombres de la mayor valía han creído siempre con toda el alma; tampoco se debería ocultar que muchas crueldades han hallado un pretexto en él; pero, ante todo, se intentaría sensibilizar a los niños en la belleza que contiene. Si preguntasen si es cierto, habría que responder: «Es tan bello que contiene ciertamente mucha verdad. Respecto de saber si es absolutamente verdad o no, tratad de ser capaces de descubrirlo cuando seáis mayores». Estaría rigurosamente prohibido añadir a los comentarios algo que implicase una negación o una afirmación del dogma. Cualquier maestro o profesor con los conocimientos y el talento pedagógico necesarios podría, si lo desease, hablar a sus alumnos no sólo del cristianismo, sino también, aunque abundando mucho menos, de otras corrientes de pensamiento religioso auténtico. Un pensamiento religioso es auténtico cuando tiene una orientación universal. (No es el caso del judaísmo, vinculado a una noción de raza.
De llevarse a cabo tal solución, cabe esperar que la religión dejaría poco a poco de ser algo en pro o en contra de lo cual se toma partido, como ocurre en la política. De este modo se abolirían los dos campos, el del maestro y el del cura, que tienen a tantos pueblos franceses metidos en una especie de guerra civil latente. El contacto con la belleza cristiana, presentada simplemente como belleza a saborear, impregnaría insensiblemente de espiritualidad a la masa del país (siempre y cuando el país aún tenga capacidad para ello) mucho más eficazmente que una enseñanza dogmática de las creencias religiosas.
La palabra belleza no implica en absoluto que haya que considerar las cosas religiosas desde el punto de vista de los estetas. Pues este punto de vista es sacrílego tanto en materia de religión como de arte: consiste en entretenerse con la belleza mirándola y manipulándola. La belleza es algo que se come; es alimento. Si al pueblo se le presentase la belleza cristiana simplemente como belleza, sería como una belleza nutritiva.
En la escuela rural, la lectura atenta, a menudo repetida, comentada, retomada una y otra vez, de los textos del Nuevo Testamento donde se trata de la vida del campo podría hacer mucho por devolverle a ésta la poesía perdida. Si de un lado toda la vida espiritual y de otro todos los conocimientos científicos sobre el universo material están orientados hacia el acto del trabajo, éste ocupa su lugar justo en el pensamiento de un hombre. En lugar de ser una especie de prisión, se convierte en contacto con este mundo y el otro.
¿Por qué un campesino, en el acto de sembrar, no ha de tener presente, en el fondo de su pensamiento, sin voz interior siquiera, por una parte ciertas comparaciones de Cristo?: «Si el grano no muere…», «La simiente es la palabra de Dios…», «El grano de mostaza es la más pequeña de las semillas…», y, por otra, el doble mecanismo del crecimiento: uno, la semilla, consumiéndose a sí misma con la ayuda de las bacterias, emerge hasta la superficie del suelo; dos: la energía solar que desciende en la luz, tras ser captada por lo verde del tallo, emprende un movimiento ascendente irresistible. La analogía que hace de los mecanismos de aquí abajo un espejo de los mecanismos sobrenaturales, si puede usarse esta expresión, resulta fulgurante, y la fatiga del trabajo, según el dicho popular, la hace entrar en el cuerpo. El penar, siempre más o menos ligado al esfuerzo del trabajo, se convierte en el dolor que hace penetrar en el centro mismo del ser humano la belleza del mundo.
J. Chevalier (1882-1962): filósofo, ministro en el gobierno de Vichy entre 1940 y 1941; de influencia bergsoniana, sus obras contribuyeron a la tradición espiritualista francesa: Les maîtres de la Pensée: Descartes, Pascal, Bergson (1921-26); L’Idée et le Réel (1932); La vie moral et l’audelà (1938).
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